Un ‘selfie’ con la muerte

La fotografía de guerra nace entre barro, agua y sangre. Nace con olor a rata muerta, a obús sin estallar, a guiso recolado y a sudor frío de pánico. Nace en las trincheras de la Gran Guerra. No son los profesionales quienes abren fuego con sus objetivos sobre las tropas y los cadáveres, sino los servicios de inteligencia y, sobre todo, los soldados, sometidos al ojo fenicio de Kodak y sus primeras cámaras de bolsillo. Las batallas dejaban así de ser un relato de taberna. Los muertos dejaban de ser una cruz desperdigada, un recuerdo en un camafeo o carroña para cuervos. Las historias bélicas, desde las de Homero a las de Tolstoi, ya podían incluir imágenes reales. El escalofrío de la muerte y la carcajada de la victoria habían llegado para quedarse. Como el tanque, las máscaras antigás y los cazas.

Pasó el tiempo. Estallaron la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. Robert Capa y los suyos supieron ponerse a la altura de los grandes escritores, incluso de quienes contaban en primera persona la última sangre en el frente, la primera primavera en un cuarto escondido de Amsterdam o la siniestra efervescencia de la sinrazón en Auschwitz. El fotógrafo de guerra documentaba el espanto. Y a la vez, alimentaba la pasión de los antibelicistas y el odio de los militares con estrellas. Pasó Corea. Llegó Vietnam y, con ella, las imágenes en movimiento, el minutaje perfecto de la barbarie. Como en Apocalypse Now, los soldados nunca olvidaban saludar a la cámara cuando bajaban de un helicóptero para rociar de napalm las colinas y las mañanas soleadas. La guerra era cada vez más real y más difícil de justificar. Disminuyeron de tamaño. Solo podía reventar un odio eterno, vecino y humanísimo, como en los Balcanes, como en Oriente Medio, como en Ruanda.

Corte de comunicación

Todas las guerras empiezan con un corte de comunicación y suministros.

Los periodistas se fueron convirtiendo en objetivo fácil y prioritario. Nada nuevo. Desde la Prehistoria, las batallas comienzan con un corte de suministros y comunicaciones. Pero, súbitamente, ha habido un cambio de tendencia. Ahora la sangre cotiza al alza en el mercado del terror. Vemos la muerte de Gadafi porque nos la quieren enseñar. Asistimos a los fuegos artificieros de Palestina porque nos lo quieren enseñar. Intuimos la decapitación de James Foley porque nos lo quieren enseñar. Ya no quieren cegar las cámaras, sino controlarlas como propaganda y cebo. Ya no quieren que un fotógrafo nos ilustre, sino un selfie con la muerte, el imperio de las redes antisociales. Los señores de la guerra han encontrado una macabra publicidad con la que pretenden hacernos creer que la realidad no es más que un anuncio sin palabras.

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