Cine en vena

Empezaban los años 80 y en algunas zonas de Madrid era más fácil encontrar un charco de vómito de yonqui que un policía sin pasado represor. España era un cascarón roto del que nacía una juventud envalentonada e inquieta, creativa y con adicciones peligrosas. Adicción a la moda, a las novedades, al aire fresco de las revistas extranjeras, a la noche, a Malasaña, a reunirse sin permiso en las fiestas de un jueves borde que siempre caía en fin de semana. Germinaban la fotografía, el pop, la literatura de los perdedores, el teatro transgresor y las performances. Pero el cine, como siempre desde que unos obreros salieron de una fábrica de Lyon, costaba dinero. Mucho dinero. Tocaba reinventarlo como en el Hollywood negro de la Warner, en la Italia neorrealista o en la Francia de Truffaut y Godard.
En aquel momento apareció Almodóvar, claro. Que además de rodar supo venderse como producto con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980). La película no era más que un Torrente para postmodernos, una mezcla de caspa, sexo, risas y narcóticos que de chiste interno pasó a cimiento del ídolo.

Arrebato
Cartel de la película ‘Arrebato’, de Iván Zulueta. / FILMAFFINITY

Pero el mismo año, Iván Zulueta legó Arrebato a la posteridad. Cine tan puro que había que cortarlo con polvos de talco. También había sexo y drogas. También se podía percibir en sus fotogramas el acné de los creadores, una reunión de amigos amamantados entre las butacas de los cines de la Gran Vía. También había un presupuesto de tabaco rancio, vino barato y sopa de ajo. Pero en la historia protagonizada por Eusebio Poncela, Cecilia Roth y Will More latía pasión, oscuridad, sordidez, vampirismo y fascinación. Arrebato se rodó porque de no haberlo hecho, habrían reventado todos los proyectores del planeta y sus habitantes se habrían convertido en zombis. Sigue siendo la mayor película de culto del cine español. Y, junto a El crepúsculo de los dioses y La noche americana, una de las más hermosas declaraciones de amor al cine. El cine que enferma, mata, oprime y agota cuando se encienden las luces. El que causa síndrome de abstinencia. El imprescindible.

Magical Girl
Bárbara Lennie, en un fotograma de la película ‘Mágical Girl’, de Carlos Vermut. / AVALON FILMS

No es difícil establecer una línea directa y de bajo coste entre la cinta de Zulueta y la recién estrenada Magical Girl, de Carlos Vermut. Los nexos de unión son un presupuesto de salto de mata, un armazón imperfecto y repleto de costuras, localizaciones de la agenda de teléfonos y una historia imposible de vender a un productor. E incapaz de no convencer a actores como José Sacristán, Bárbara Lennie o Luis Bermejo. Noche, dolor, soledad, adicciones, violencia y miserias. Sin palmaditas en la espalda. Sin cocción. Un crochet duro y directo y tanto los personajes como el espectador caen a la lona. Ambas historias surgen porque Zulueta y Vermut necesitaban un exorcismo para arrancarse las pesadillas. Hieren y atrapan. Hienden la yugular. Y dejan la realidad perdida de sangre y podredumbre.
Existe una suculenta diferencia. Arrebato debió de rodarse con colas de celuloide. Magical Girl, en formato digital. A Zulueta le costó el sentido y la carrera, apenas se recuperó con algunas series de televisión y mucho diseño gráfico entre chute y chute. Vermut –también ilustrador- ha triunfado en San Sebastián y, probablemente, rodará siempre que lo desee. Porque ahora se puede. Otra cosa es ganar dinero, para eso ya está Almodóvar. Pero se puede. La única moraleja de su terrible fábula sin moraleja es que existe. Ya no hace falta más que la voluntad, un grupo de amigos escogidos, una cámara con buena resolución y una buena historia. Así, el cine (el que enferma, mata, oprime y agota cuando se encienden las luces, el que causa síndrome de abstinencia, el imprescindible) sobrevivirá, volverá a consistir en un encuadre y un relato. Como en la fábrica de Lyon.

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