Uno entra en las noticias sobre teleportación cuántica y sale como el gafe de Una historia del Bronx, frustrado, sin un mendrugo que echarse a la boca y con el culo pateado por los listos. El viejo sueño de atravesar el espacio con la velocidad de un estornudo galáctico y los átomos pulverizados como un perfume caro se reduce de momento a paquetes de fotones de información que se recomponen tras una pirueta entre una espación espacial china y un centro de investigación de los alrededores de Pekín. Y pese a que vivimos en un contexto acelerado del progreso, el futuro siempre tiene la costumbre de estar demasiado lejos de lo que nos atrevemos a imaginar. Uno desearía poder contar con un dispositivo que le permitiera tocar la pared en Australia y volver a tiempo de visitar el Louvre antes de que cierren, pero comprueba con desánimo que la globalización aún es una utopía de los tiempos modernos, que la única manera de entrar en un espacio reducido para amanecer en un lugar distinto es mediante un ascensor y que la forma más asequible de recorrer el globo se rige por las normas de aerolíneas como Ryanair.
Al mismo tiempo, uno lleva en la herencia el sabor añejo y polvoriento de los viajes en tren, en los que lo verdaderamente trascendente es el trayecto, la lucha contra el resol de la ventanilla para vencer el sueño y la oportunidad de conocer las historias de los demás mientras simula leer un periódico. El ser humano es así, capaz de desear al mismo tiempo una cosa y su contraria, la teletransportación atómica y la cadencia sinuosa del Orient Express. La contradicción de compartir bajo la almohada los superpoderes del Rondador Nocturno y el spleen de París, el hormigueo de aparecer en cualquier fiesta a la velocidad de la luz y la melancolía del poeta que busca en otros versos las mejores tabernas en las que acabar derrotado por la absenta.
Probablemente, como decía el personaje de Ariadna Gil en el corto El columpio allá por los 90, cuando aún no sabíamos que nos la tendríamos que disputar con el mismísimo Aragorn, no se puede ser romántica y ninfómana a la vez. Aunque en el fondo, el cóctel que mezcla la idea de no perder el tiempo innecesariamente con el placer de poder asesinarlo lentamente durante una ruta por lo desconocido es el combustible que nos hace avanzar. La vida no es más que alimentar nuestras contradicciones a partes iguales. Confiar en que el mañana llegue, a mayor o menor velocidad. Y permitir que sea la fuga la que desbroce la exótica jungla de nuestro camino.