No recuerdo la primera vez que la vi, como no se recuerdan las vivencias que acaban formando parte de nuestro día a día. Recordamos el primer beso que nos dimos con una persona que ya nos ha perdido de vista. Recordamos el impacto de inmensidad que nos produjo aquella cordillera que está a quince mil kilómetros de distancia. Recordamos el momento preciso en que nuestra vida cambió, de alguna manera. Pero no sabemos cuándo hablamos por primera vez con nuestra pareja actual, cuál era el teléfono del trabajo en que perdimos diez años de nuestra vida o cuándo vimos por primera vez el mar. O en qué momento conocí a Isabelle Huppert, antes de que se convirtiera en un producto menos de mi imaginación y pasara a ser la mujer de mi otra vida. La vida que comienza con la fanfarria de una productora o los títulos de crédito o un eclipse de sol. La que no resuelve problemas ni explica los fenómenos ni celebra los milagros. Porque el cine es otra cosa.
Probablemente fue en La ceremonia, de Chabrol, y seguramente en los Astoria. Pero solo lo sé porque acabo de repasar su filmografía y la imaginación se empeña en cuadrar los datos de que no disponemos. Y quizá me lo estoy inventando, porque de los Astoria solo queda la cancela que guardaba la que fue nuestra mejor universidad y porque el reparto de la cinta de Chabrol no es un reparto, sino el resultado improbable de la investigación sentimental de aquel veinteañero que fui y que confundía a Lauren Bacall con una morena, debatía sobre la física de las mujeres oscuras y no podía siquiera asumir que en un planeta como el nuestro cupieran juntas Isabelle Huppert, Sandrine Bonnaire y Jacqueline Bisset, sin que algún dios malvado y perezoso no hiciera nada por impedirlo. Pero el cine es otra cosa. Y mientras fuera nos sometíamos a las mareas, a los movimientos de rotación y a los efectos del viento de Poniente sobre nuestro estado mental y las migrañas, en la pantalla latía el aliento de todo lo que de verdad es real, que generalmente no suele existir.
Tampoco sé cuándo guardé su mirada pequeña, su sonrisa de terracota, su constelación de pecas y su manera de andar, que varía de película en película, en ese cuarto con vistas a mi propia vida y sus esquinas que solamente ocupa Isabelle Huppert. Bueno, y quizá, Jack Lemmon. Que no es la realidad, sino mucho más real. Que no es la ficción, sino mucho más ficticio. Que no es más que un limbo de nubes, gigantes, neblinas y despistes en el que las estrellas de cine se parecen mucho a aquella compañera de pupitre y a aquel vecino al que no volvimos a ver, que nunca supieron dejar de distinguir entre lo que es real y lo que también. Dos universos que se parecen tanto como un pie a otro pie aunque jamás debamos confundirlos para no tropezar en las escaleras. Pero de otra manera, porque el cine es otra cosa. E Isabelle también lo sabe.