Bajé del autobús y me dirigí a una calle de la que no había oído hablar jamás y que no imaginaba que fuera a ser tan ancha. Llevaba el cuaderno, el Bic negro y la carraspera de quien no ha soltado una palabra en toda la mañana. Buscaba el número 18. En un descampado encontré al fotógrafo, que me esperaba sentado en su moto. Apenas sonrió y me indicó la dirección con un gesto de la cabeza. Un 18 rotulado a mano marcaba la equis del mapa, un portal cicatrizado por dos bisagras de lo que alguna vez fue una puerta. “Aquí no entra ni el cartero”, dijo una voz. Me giré y así conocí a Dee. El dueño de la vivienda cuya situación quería denunciar. Y, en efecto, era negro. La única indicación que había llegado de Madrid. “Tienes que ir a casa de unos negros”. Nunca supe merecer más explicaciones.
Entramos los tres por un estrecho pasillo lleno de los buzones destrozados que nunca utilizaban los carteros. Al final, el patio de un infierno. Grietas, tierra, cascotes, humedad, basura. Una guerra sin bombas vencida por la miseria, el papeleo y las drogas del barrio de enfrente. Lo primero que nos mostró Dee fue el alcantarillado. “Esto está así desde hace años”, se quejó. ‘Esto’ era el cráter de un desagüe que supuraba un denso líquido marrón. A apenas tres pasos dormitaba una pelota deshinchada y algo más allá, dos bicicletas pequeñas. El desagüe borboteó levemente, rodeado de la tierra que, según Dee, antes cubrían las baldosas.
Después nos enseñó el cuadro de luces. Daba pánico. Imaginé que cualquier experto en cables pelados lo podía haber hecho estallar, como en una mala película de policías. Busqué el rojo y el azul. Pero Dee no estaba para chistes y no paraba de hablar. Era su edificio. Donde él vivía con su pareja, una muchacha blanca y aún más joven que él, y su hijo recién nacido. No había un solo rincón que no pareciera un daño colateral. Tres hierbajos se habían apoderado de una grieta en el suelo y crecían alimentados por la desidia de quien estaba permitiendo aquella catástrofe.
El hierro de las barandillas respiraba por los huecos que dejaba el óxido. Mientras subíamos hacia la terraza, alguien gritó: “Esto es peor que no tener casa”. No conseguí averiguar quién fue. El espectáculo se repetía en cada planta. Parches de cemento en el suelo, caries de yeso en las paredes y un reguero infinito de puertas cerradas con candado. “La mayoría de las casas están vacías”, se anticipó Dee, “y muchas están okupadas”. En el edificio apenas vivían propietarios. Y con cada fuga se diluían las fuerzas para reivindicar sus problemas ante las instituciones, aunque alguna de ellas hubiera estampado su sello oficial en las viviendas que les pertenecían tras el desahucio o el menudeo a los que se veían obligados los vecinos exiliados. Una caja de ahorros guardaba las llaves de unas cuantas cerraduras. La caja se desplomó, lastrada precisamente por su gula de cemento, años antes que aquella torre de escombros.
Las grietas y los cascotes se habían enseñoreado de la azotea. Los excrementos de rata abonaban una antena parabólica. Un gran cuadrado en el suelo casi se trasparentaba. “Se han ido llevando los azulejos”, recalcó Dee. Los pocos que quedaban estaban todos rotos. Me asomé y me vi rodeado por grandes zonas ajardinadas, un hospital, instalaciones deportivas, varios colegios y las avenidas que trazaban la perspectiva de la penúltima zona de expansión urbanística de la ciudad. Todo era nuevo, salvo aquel edificio que malograba las vistas del paraíso mientras resistía en su agonía.
Cuando bajamos a casa de Dee, nos cruzamos con tres o cuatro miradas sombrías. Dee nos hizo pasar a un salón con un cómodo sofá, un televisor enorme, una sillita de bebé y una montaña de de documentos afónicos a los que nadie quiso escuchar. “Todo me lo he tenido que arreglar yo, hasta puse tela aislante en el tejado, justo aquí encima”. Cada declaración hendía el cuaderno de dolor, pero él sonreía orgulloso. Era su hogar. El de su novia. El de su hijo. Y estaba ordenado, limpio. Entero.
Aún examinamos la casa de un vecino que se prestó a narrarnos el miedo y la rabia. “No os vayáis sin ver una cosa”, nos sugirió Dee, ya cuando nos conducía fuera de aquel castillo de naipes. Desde un terreno lleno de grava, nos hizo elevar la mirada hacia el hueco que había dejado un balcón que se cayó. Cerca se secaban unas sábanas azules. Y en la pared inmediatamente inferior habían pintado una portería de fútbol con tiza donde deseé que nadie hubiera parado nunca un penalti. “Si buscas el edificio en Google Earth, verás que está torcido”. Era cierto. Comprobé su vergonzosa escoliosis al llegar a la redacción para escribir el reportaje.
Tres años después, las piquetas han doblegado lo que el tiempo y la especulación royeron con la paciencia de un cáncer. No he vuelto a saber de Dee, ni siquiera coge el teléfono. Los detalles del derribo están aquí. Esta es solo una historia más.