Leo aquí que David Lynch podría estar sacando nuevos billetes para viajar a Twin Peaks, casi veinticinco años después de su estreno. Tras una búsqueda intensiva de información, parece que solo estamos ante una estrategia para alimentar la edición de la serie en blu-ray con gran profusión de extras inéditos y toda esa parafernalia que ejerce en los fanáticos el mismo efecto que un desplegable del Playboy. Y tras un primer estremecimiento, creo que es mejor que así sea. Parte del mito que envuelve las pesquisas del agente Cooper se debe a que la serie, además de iniciática, críptica, brillante y fundamental para la existencia del auge de la televisión del nuevo siglo (e incluso para la irrupción del grunge), acaba con una explosión atómica ajena al guión. Fueron los dirigentes de la cadena ABC los que activaron el botón rojo ante la progresiva pérdida de audiencia. Twin Peaks se autodestruyó dejando un rastro de cenizas (Expediente X, Perdidos, Carnival…), como los mensajes entre espías. Sin que esté claro que haya que aplaudir porque la orquesta ha interpretado la nota final. Y, como demuestra la filmografía de la mayoría de sus protagonistas, sin apenas supervivientes.
La reacción de los seguidores de Lynch ha trazado varias líneas en los sismógrafos del audiovisual. Aunque el epicentro no se ubica tanto en los alrededores de la casa de los Palmer como en las carteleras, en las que no cuelga un lynch auténtico desde Inland Empire (2006). Demasiado tiempo sin noticias de ese magma creador que es el cerebro del cineasta de Montana, capaz de conseguir que una cortina de terciopelo y un enano sean señales evidentes de su presencia. Libros, cortos y documentales destinados a museos, más que a salas de cine, son las miguitas que va dejando un creador que parece querer escapar de sí mismo. Las nuevas terapias que ha encontrado para sus enfermizas obsesiones. Quizá porque su intensidad y opacidad, su poderío visual y su feroz personalidad le estaban convirtiendo en un fenómeno de feria, en El hombre elefante con los tumores por dentro.
En el cine de Lynch nada está en su sitio, salvo las miserias humanas, que siempre están donde no deben. Hay personajes alegóricos, desdoblamientos de personalidad, atmósferas inquietantes, callejones sin salida, delirios decadentes de sujetos perversos que, en el fondo, nos devuelven nuestra imagen como un espejo. Retratos de Dorian Gray que han cobrado vida y jóvenes sin causa que quieren saber la verdad. La metafísica que recorre Cabeza borradora, Una historia verdadera o Mulholland Drive, pasando por milagros del cine como Terciopelo azul, Corazón salvaje o Carretera perdida, es como la poesía de Lorca: pierde mucho cuando alguien trata de explicarla. Lynch dirige un cine mudo en el que todos hablan tanto que nadie sabe hacerse entender. Con una oreja roída, una melodía de Angelo Badalamenti y una pesadilla es capaz de levantar cualquier proyecto. Y que todos lo reconozcamos al instante. Es su influyente e innegable legado. Pero sigue a la fuga a lomos de una cortadora de césped.