La gran mentira

La vida solo cabe en una pantalla de cinco por nueve metros. El resto es sudor, risas, dolores de huesos, hambre, caricias y odio. La humanidad. Pero se apagan las luces y ruge un león. O Charlton Heston cruza la frontera de México en un solo plano, Marion Crane esconde bajo el sujetador las ganas de escapar de su propia vida y a unos homínidos se les ocurre utilizar los huesos como arma.

Y entonces ya no cabe otra cosa. Solamente la necesidad de entrar en una sala y dejar que te expliquen todo lo que nunca se acaba por explicar. El cine es un cuento sin final y por eso te atraviesa. Te ensarta como a Ed Wood, a Norma Desmond o a Will More en Arrebato. Se convierte en tu pasión, tu punto de fuga, tu cita de los sábados, tu clic en una web o incluso en tu trabajo. Pero no se va. Su mancha nunca salta.

Cines en ruinas
Cines cerrados detrás de un solar abandonado.

Poco más de un siglo de historia puede estar muriendo como el jazz, la tuberculosis o la Revolución Industrial.  Hollywood no sabe más que lanzar copias falsas de sus propias marcas. El resto de cinematografías se desgarra por los bolsillos. Y los espectadores buscan en pantallas más pequeñas cómo desengancharse de precios cada vez más altos. Y lo logran.

Pero el cine es mucho más que la vida. Es la escalera de Odessa, el travelling final de Manhattan, el mar con puertas de Truman y el quejido sordo de Plácido y sus ollas exprés. Es Buster Keaton y Jim Jarmusch. Es esa sala de barrio donde aprendiste a respirar. Es la escena de las golosinas de Déjame entrar. Es el asombro de los planos que aún están por rodar.

El cine es la gran mentira. Y en este Faro, la realidad nos gusta lo justo.

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