La inmortalidad (II)

La inmortalidad es cosa de ricos. Es una ambición que acaba mal. Un objetivo para quien no tiene la capacidad de conformarse con lo que posee. En un exclusivo rincón de California, un médico que ha invertido más en cursos a distancia para estafadores que en bisturís ha descubierto el último producto con el que los millonarios quieren que les engañen, que es la base de todo buen negocio. Según publicó El Confidencial, la vida eterna es el gancho comercial que utiliza para vender transfusiones de sangre joven a 6.800 euros la dosis. Sangre de adolescente en plenitud, la misma medicina que se recetaba a los dioses para que olvidaran el pecado humano de querer ser como los dioses. El objeto de deseo a precio de kilo de azafrán que desencadena la invasión vampírica de The Strain, la serie creada por Guillermo del Toro. La sangre virginal como nueva reliquia de la romería. El plasma impoluto como remedio para incautos. Una bañera roja para un salto de fe.

SangreEl asunto no es nuevo. Si damos pábulo a las leyendas, Keith Richards lleva practicándolo desde que se inventaron los laúdes. Poco antes, en alguna caverna, seguro que alguien se obsesionó con descubrir el método más eficaz para evitar el óxido progresivo e imparable de los días. Y la sangre torrencial de los adolescentes es un párrafo recurrente en la novela de la inmortalidad. La madrastra de Blancanieves disponía de un espejo, Dorian Gray encontró una solución al óleo, Walt Disney espera en un iceberg de laboratorio y Ponce de León perdió la brújula, el crédito y la vida mientras buscaba la fuente de la juventud en Florida, paraíso de ancianos. Pero no son más que alternativas originales a la presunta panacea que corre por las venas, la idea fija con la que pretende escapar de la muerte todo aquel que no sabe vivir. Sin reparar en las consecuencias.

Fue Bram Stoker quien dio con la clave. Efectivamente, la sangre es el alimento de los días que no acaban. Pero la inmortalidad no es más que un castigo, un tormento, una sentencia de por vida. Una condena de tristeza y soledad para quien es capaz de relacionarse con el resto de mortales. Drácula entró en el infierno antes de tiempo con su pulsera de todo incluido tras desafiar a un dios que no dejaba de pecar. Y la maldad fue la que activó su deseo de contagiar la eternidad a todo aquel que no lo mereciera. Tanto el vampiro como Keith Richards pueden apelar al Mal para que se legalice su consumo de sangre transfundida. Pero en el caso de California solo hay fatuidad e incultura. Desesperación y aburrimiento. Dinero y engreimiento. Elementos insuficientes para someterse a los grilletes de la inmortalidad.

Share and Enjoy

  • Facebook
  • Twitter
  • Delicious
  • LinkedIn
  • StumbleUpon
  • Add to favorites
  • Email
  • RSS

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*