Perfecto naufragio

La primera entrega de Blade Runner nos enseñó que no podemos exterminar los relojes, que los tullidos dominarán la Tierra cuando hayamos colonizado el espacio y que ni siquiera Dios puede resolver nuestros problemas. El secreto del mito fue la oscuridad, la lluvia y dar al espectador el papel de JF Sebastian ante un combate dialéctico, ubicarlo en una esquina para que lo viera todo y dejarlo morir en plena lucha entre Satán y su creador. Y como golpe final, demostrar que el ser humano lleva milenios sin saber encontrar ni una sola respuesta a los enigmas. Un unicornio de origami hizo el resto.

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Fotograma de la película Blade Runner 2049. / BLADERUNNERMOVIE.COM

La tardía secuela aborda el gran dilema de nuestro tiempo. La incapacidad de distinguir entre la realidad y la ficción. Lo verdadero, lo falso y lo que no es ni una cosa ni otra, como un bitcoin impreso en 3D. Junto con una apuesta desmedida por alejarse del actual cine de Hollywood, esa es su principal virtud. Los guionistas supieron encontrar el pulso que late en una sociedad que se encamina a ninguna parte, pero que pregunta en cada encrucijada dónde está la salida. Vivimos la era de la posverdad, de Photoshop y de la realidad virtual, que, si se piensa bien, es en sí misma un oxímoron. Blade Runner 2049 triunfa en el desarrollo a partir de la historia anterior. Da aliento al misterio, encuentra un hilo de Ariadna y, a su alrededor, construye un nuevo laberinto. Hay un replicante que no necesita rebelarse, sino todo lo contrario. Pretende ser lo que no es. Y en esa travesía entre dudas es donde nos identificamos con él, con su soledad, su impotencia, su ambición y su incapacidad de asumir el presente, que ya es futuro.

Sin embargo, la película de Denis Villeneuve fracasa más cuanto más se acerca al mito. El cine y la televisión han acabado por someterse al espectador caníbal que solo quiere ver lo que ya ha visto. Nostalgia y secuela. Somos esclavos de lo que amamos y de los álbumes de fotos. Y ahí nace el despropósito. El relato avanza con buen viento mientras no se preocupa de satisfacer al público. Sin embargo, el excesivo respeto por la cinta original llena el camino de guijarros, alarga el metraje y calza la película con grilletes. Como si a cada momento mirara hacia atrás para cerciorarse de que todo va bien. Quiere un nuevo Rick Deckard y nos lo da como se da una golosina al niño que se ha portado bien. Quiere un nuevo Roy Batty y solo le sale un personaje farragoso como el de Jared Leto. Quiere una nueva Pris y naufraga cuando a Ana de Armas la envuelve en efectos especiales. Quiere partir de la original y acaba anclada a ella. Es tan real y tan ficticia como su propio relato. Una mezcla fascinante de perfección y fracaso.

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