Debe de cansar ser un elemento tan anodino como el calendario, con su rueda de noria echando días y días sin parar. Y a veces caes en la desconsideración, claro, sin poder evitarlo, porque la cronología es ese invento con corbata que sirve para salir abrigado en invierno y cenar a las 9 de la noche. Tan respetable. Tan comilfó. Tan respetuoso con las primeras lunas llenas de primavera y tan funcionario a la hora de hacer coincidir el aniversario de la muerte de Julio Cortázar con la semana de San Valentín. Y antes no había problema. Antes las cosas eran distintas, se zurcían los calcetines con un huevo de madera, los adolescentes pisaban con las puertas de sus habitaciones los cordones larguísimos y con vocación de muelle de los teléfonos fijos mientras creían ser los primeros en vivir lo que les marcaba el minutero de las hormonas. Antes. La gente guardaba las citas de sus libros preferidos bajo el secreto de un párrafo, un verso o una simple palabra subrayada a lápiz con descuido y un leve estirón en la manga del jersey. Pero ahora no. Ahora se extralimita lo íntimo con el empecinamiento de las nuevas costumbres y el temor de haber pasado la vida sin haberse decantado nunca por un juego de palabras o un buen merlot. Y se confunden los delirios. Coincide el aniversario de la muerte de Cortázar con la semana de San Valentín y se precipitan al vacío miles de citas de amor que no siempre se pueden encontrar en sus escritos. A Julio le habría encantado. Lo de que se citaran como suyas palabras de otros autores. O de nadie. O de quien cree haber leído en sus cuentos una declaración de amor que suena como un sonajero en el cuarto del abuelo. Clang, clang. Esto lo estoy tocando mañana.
Rayuela se convierte en una novela romántica y es entonces cuando hay que dejar de mirar hacia las redes sociales para no convertirse en un axolotl. Porque entonces la pérdida. Porque entonces el desencuentro. Porque entonces Rocamadour y qué hacemos con el capítulo del tablón entre ventanas. Porque nada de lo que pueda parecer es lo que hay en un texto que ni siquiera es una novela, sino el manual que usan los prestidigitadores para esconder los trucos, mientras que despegar una sola cita de los relatos de Cortázar es dejar que se pierda la imagen que refleja el puzle, un juego tan útil para perder el tiempo y responder a la desconsideración de la cronología con desdén y un mate frío. Nada hay de San Valentín más que la batalla perdida de los almanaques, quizá los meopas, puede que los horrores floridos, en el Cortázar de los renglones salteados y los malabares de palabras y los relojes estropeados y los solos de Louis Armstrong y el calambur y el estilo, atención al estilo, que es lo que queda de un escritor cuando por fin se apagan todos los teléfonos móviles y un libro se atreve a escaparse de la estantería si cree que nadie lo ve.