No parece un ataque descabalado. La guerra de las proteínas de origen animal se ha desatado en Francia. Los partisanos de la soja y la berenjena son escurridizos y nocturnos. Saben lo que hacen. Un sabotaje coordinado tiñe de sangre los escaparates de las carnicerías francesas, como si fueran las casas del pueblo elegido durante la matanza de los primogénitos de Egipto. Los veganos arremeten también a pedradas contra los cristales de las charcuterías. No se trata solamente de imponer un estilo de vida, no se trata solamente de erradicar la cría consumista de productos de origen animal, no se trata solamente de expandir su doctrina lentamente, barrio a barrio, ciudad a ciudad, país a país. En la subversión de los veganos subyace la intención de acabar con el sustento de la economía gala. Primero vendrá la gastronomía. Luego, el turismo. Y así hasta socavar el sistema mismo e implantar el imperio de las zanahorias. Los carniceros ya han pedido amparo al Gobierno de Macron.
Mientras tanto, en la Embajada de Estados Unidos en Cuba, otro grupo de acción trata de reventar la paz del personal diplomático. Y sus tímpanos. El sonido de mil cajas de grillos, perfectamente sincronizado, milimétricamente teledirigido, retumba frente a la embajada y causa estragos entre los empleados. Vértigos, problemas de audición, jaquecas. La nueva revolución es un griterío infinitesimal, casi homeopático. Pero radicalmente efectivo. Estamos ante la tortura de la gota malaya, ante el tintineo diabólico de los metales, ante la intolerable angustia de perder el control del silencio. Y, de nuevo, ante un calculado ejercicio de vendetta contra el sistema mismo. El imperialismo, derrotado paso a paso con un plan digno del mejor villano de la saga Bond. Nada de artefactos nucleares, nada de envenenar el agua con fosfatos, nada de bombardear el sol para sumir el planeta en la oscuridad. Un vietcong de alaridos, el ruido como mercancía al alza en el mercado negro de armas. El Departamento de Estado de EEUU ya ha solicitado informes médicos.
Creíamos que Orwell era nuestro profeta. Creíamos en el control y la desinformación, en el ojo omnímodo y las noticias falsas. Creíamos en que la tecnología y las miserias humanas nos estaban dejando en el mismo umbral de 1984. Pero no. Ataques directos contra los carniceros y descargas subliminales de sonidos insoportables. Mirábamos hacia otra parte cuando hablábamos de distopía. Y, en realidad, lo que estamos viviendo es la viva encarnación de Delicatessen. Las fábricas caseras de cajas de mugidos de vaca y las charcuterías clandestinas de despojos humanos cada vez están más cerca.