Mar

Fue en una ciudad pequeña, un junio de hace dos vidas. La tarde ardía sin sol, que se estaba poniendo detrás de dos palmeras, justo frente al muro en el que me senté a fumar. Había un silencio de pájaros, que es uno de los mayores silencios posibles. Sonaban en lo alto, en círculos, intermitentemente, con la cadencia de los cajones que se cierran hasta la jornada siguiente. Me levanté. Anduve un poco más, aún sorprendido de que el esfuerzo no arrancara ningún sudor, aún sorprendido de que el calor quedara impreso sobre las paredes antiguas y calladas. Me colé por la puerta de un torreón serio y fatigado. Trepé por unas escalinatas y abrí los ojos a la luz de un umbral de piedra y hierro oxidado. Allá, no muy lejos pero allá, la ciudad se transformaba en una meseta seca y espolvoreada de matojos. Era la primera vez que comprendía que las ciudades acaban en un punto determinado, justo después de la última calle sin asfaltar, justo después del rímel de polvo y piedras que perfila una frontera que nadie ha delimitado. Una frontera que no es frontera, sino puerta abierta. Era la primera vez que comprendía que de alguna manera hay que cerrar una ciudad sin mar.Mar y hierro

Se acostumbran pronto, los ojos al mar. Nacemos al mar de abril, aprendemos el mar de septiembre. La gente de costa tarda en entender que no todas las tardes de verano llevan rumor de oleaje y silencios de gaviota. Que es el mayor silencio posible. Es el mar el que delimita nuestros días, el que desvía nuestro tráfico, el que detiene nuestro camino aunque no nos hayamos agotado de tanto caminar. Porque ante el mar hay que detenerse, al menos una vez, al menos toda la vida. Respirar. Vaciarse hacia lo lejos, allá, muy lejos pero también allá, donde el mar nunca acaba, después del horizonte en el que hasta el sol acaba sucumbiendo por poniente. Mirarse los pies, cabecear a contratiempo de las olas. Preguntarse por algún destello, por alguna espuma, por algún chasquido de mar. Y quizá volver a aquel día en que no tuvimos el mar cerca.

El mar es madre, tiniebla y espejo. Es patria y fuga. Es la primera vez que jugamos sin hacer pie. Es saltar de ola en abrazo. Es la gota que cae sobre sus hombros. Es el golpe contra la roca. Es el paseo de invierno. Es lupa, muerte, espuma, libro y tormenta. Es azul y verde y plateado y de bronce y negro y de sal y orilla y un rumor de viento y un aroma de algas y un banco de minúsculos peces plateados y hasta el perfume de la brea que ya no es tanto mar. Es el tablón que no se salvó y el faro que sigue encendido mucho después de que pase el último barco. Es nuestra alma de siglos. Que viene y va.

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