Casablanca somos todos

Casablanca somos todos. La espera en medio de ninguna parte, el ansia por la fuga, un señor bajito que necesita alzas para poder besar a la rubia, que siempre acaba por escurrirse entre los dedos de otro. La banca que siempre gana, el poder corrupto, el poder veleta, el poder que sonríe. El tirano que es capaz de arruinarlo todo menos el alma de los desesperados, que tienen la fe colgando de un pudridero. Un idioma por aprender, una cita que no deseamos, un perdedor que, de repente, se saca un póquer de ases del bolsillo y no queremos destripar la trampa porque en el fondo, todos soñamos con ser tahúres. Es un himno que no es nuestro, un pasado que no es suyo y una frase que ellos nunca pronuncian. Es un bueno que no convence. Es la duda que nunca nos aclara un guion con el que no contamos. Y la constatación definitiva de que los malos siempre pierden, pero los buenos nunca ganan.

Casablanca

Dooley Wilson, Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en ‘Casablanca’. / IMDB.COM

Hace setenta y cinco años que se rodó una historia que nadie supo contar. El libreto era muy flojo. Los guionistas destejían en el plató lo que los otros guionistas habían zurcido la noche anterior. El músico odiaba la canción que todos adoran. El desenlace era un acertijo. Y la pareja de protagonistas era la peor posible en un mundo que se caía a pedazos por el sumidero de una Europa en guerra. Pero precisamente ahí es donde empiezan todos los cuentos. En el héroe que regresa, en el terror a cruzar el bosque, en el conflicto entre hermanos que acaba con un golpe de quijada. La propaganda exigía meter el dedo en la llaga del nazismo, contar la derrota, la opresión, el exilio, la corrupción, las carencias, la muerte, el horror. Una pequeña película escapó de todo eso. Hablaba de la guerra y de los bandos, pero reflejaba la ruina de una historia de amor, que todo el mundo entendió. De todos los bares de todo el mundo, ella tuvo que caer precisamente en este tugurio de mala muerte donde nos hacemos los duros para no tener que olvidarla.

No fue un milagro, porque nadie tuvo la suficiente fe como para creer en él. Fue, y sigue siendo, un trabalenguas que nadie quiso resolver, que nadie pudo arruinar con una solución. Pero todo cuadró. El argumento, la música, los diálogos, el bueno, el malo y los protagonistas, el himno, los chistes, el tahúr, la banca, el poder, la desesperanza, la espera, la propaganda, la luz, ese arrebato que nos produce poder ser como Rick, protagonistas en las historias de otros. Y un final en el que, no importa cuántas veces la veamos, siempre queremos que él suba al avión, pero aplaudimos cuando deja que se escurra entre los dedos de otro. Como siempre. Como nunca.

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2 pensamientos sobre “Casablanca somos todos

    • Si alguna vez vuelvo a verla y él se sube al avión, sentiré nostalgia. Mientras tanto, será el primer mandamiento de la Ley del Cine. Un beso, Bea.

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