Más de cincuenta millones de ancianos chinos se sienten solos. Basta esta frase para construir una de las novelas de nuestro tiempo. Una novela triste, angustiosa, terrible. Cincuenta millones de personas que se levantan cada mañana, miran por la ventana, salen a comprar y vuelven a casa con la esperanza de que suene el teléfono. De que el cartero llame a su puerta. De que una leve tos los lleve al médico. De que una golondrina visite su balcón por error. Cincuenta millones de personas que ya solo sienten dolor de huesos, que apenas oyen lo que emite la radio y que un día morirán sin que nadie se dé cuenta. Cincuenta millones de personas que no han elegido la soledad, como no eligieron poder tener un único hijo, ni vivir en un país donde las estadísticas se cuentan en millones, ni pasar el tiempo mirando fotografías antiguas de familiares que un día no reconocerán.
En ciudades masificadas como Shanghai, los ancianos también se sienten solos. E incómodos, en un trazado urbano que apenas los tiene en cuenta. Y como extraterrestres dentro de una sociedad que olvida a los que no tienen prisa. Dicen los ancianos de Shanghai que no tienen donde reunirse. Que el McDonalds o el KFC están llenos de jóvenes que aún no están solos y que todavía no saben que algún día acabarán como ellos. Y que encontraron en Ikea el centro perfecto de gravedad donde los ancianos se atraen. Los viejos de Shanghai se reúnen en un laberinto de muebles. Otra frase que basta para una novela de nuestro tiempo. Allí se conocen, charlan, ligan, discuten, escupen, duermen la siesta y se intercambian los teléfonos para comprobar que siguen funcionando.
Pero la multinacional sueca rehúsa convertirse en un Tinder analógico para los ancianos de Shanghai. Y les ha prohibido la larga estancia. Las miradas entre cafés. Las risas de chiste verde. El tarareo de canciones de otras épocas. Ikea no quiere ver los pantalones de tergal, las medias compresoras, los tintes de color, las camisas abiertas por el segundo botón y las zapatillas de andar por casa. Ikea no quiere convertirse en un alivio para las soledades no deseadas. No quiere convertirse en la excusa de unos hijos sin memoria. Ikea quiere escapar del martilleo de los relojes. La misma novela de toda la vida.