Hace un par de semanas, comprobé que el Día del Cine funciona. Miércoles, última sesión. Una película de tres horas. Y una treintena de espectadores disfrutando de la orgía de dinero, poder y estupefacientes planteada por Martin Scorsese en El lobo de Wall Street. En efecto, un descuento de más de la mitad del precio que cuesta una entrada de cine ordinaria (3,70 euros frente a los 8 habituales) es un poderoso reclamo que ni siquiera superan los premios. Ni la muerte, siempre que los distribuidores sepan pegar sus carteles promocionales tanto a la jeringuilla de Philip Seymour Hoffman como lo hicieron con la de Heath Ledger.
En pleno recuento de correligionarios, y mientras en el anuncio de la Gala de los Goya que ha pagado un casino sonaba la BSO de un blockbuster americano, me aterroricé al pensar en la soledad de los patios de butacas el resto de la semana. Este lunes lo comprobé, ya que en la misma sala proyectaron la segunda parte de Nymphomaniac (con más cine, más Von Trier y más sexo explícito que la primera) solo para mis ojos. El martes, el proyector y el taquillero de estos pequeños cines de centro estaban fumando y leyendo, respectivamente, durante la última sesión, con aire de fastidio y aburrimiento. Y hoy, uno de los trabajadores, buen amigo, ha confirmado mis sospechas. Los miércoles hay colas; el resto de días, salvo algún despistado, ni Orson Welles.
Por más vueltas que le doy, confieso que no sé cuál podría ser la mejor solución para la exhibición cinematográfica. Y me da que el presidente de la Academia, Enrique González Macho, tampoco. Sí me atrevo a pensar que reforzar la presencia del Séptimo Arte en los colegios ayudaría, por ejemplo. Pero también entiendo que el Día del Cine actúa como embudo, ya que quienes no puedan ir al cine los miércoles, se lo pensarán aún más a la hora de pagar más del doble por el mismo producto un fin de semana. El rito de la pantalla grande lleva un siglo funcionando de la misma forma. Y tiene que cambiar, porque los espectadores ya han encontrado un atajo en internet. La alternancia de títulos, las promociones, los ciclos especializados, las sesiones matinales, las actividades culturales y, naturalmente, un retoque de los precios deberían valer de algo. No se puede dejar todo en manos del IVA, los premios o la muerte. Si no, la próxima jeringuilla colgará del brazo lánguido del invento de los Lumière.
Lo que esta iniciativa deja claro es que la gente tiene ganas de cine, siempre y cuando no abusen de sus bolsillos. No es un mal comienzo, pero particularmente preferiría una bajada del precio de la entrada de forma general, en lugar de regalarla un día a la semana. Porque sí, la piratería es dañina para la industria, pero más dañino es meterle un sablazo a todo el que se acerca a la taquilla.