Hay historias que no pueden salirse de sí mismas. Lees que, en Torrevieja, una mujer ha degollado a su bebé de meses antes de intentar suicidarse y tu aliento empaña los cristales. No cabe más que el relato de los hechos. Intentar llegar a cualquier conclusión es caminar sobre un lecho de brasas, un crujido del suelo que pisas, encontrar el Saturno de Goya en el espejo, despertar junto al Diablo. La tiritona de devolvernos a nuestro estado original, al recuerdo ancestral de la lucha por la supervivencia en el Okavango. El parricidio es el residuo que quedaría si un fuego pudiera quemar nuestra esencia humana. Sin embargo, ocurre. Por venganza, miedo, soledad o locura, pero ocurre. Y no hay manera de asediarlo con la razón.
Trato de seguirle la pista al parricidio en la literatura y no consigo recordar ningún caso fuera de la Grecia clásica y la Biblia. La muerte de un hijo a manos de uno de sus progenitores parece cosa de dioses, de seres que no tienen que dar explicación de sus actos, porque solo pueblan la imaginación de un ciego o se creen con derecho a dar una lección a Abraham. Ni siquiera Dostoievski, gran defensor de la infancia, o Shakespeare, el autor que más cerca estuvo de la omnipotencia, coagulan sus párrafos con la sangre de un hijo. Los Karamazov o Hamlet hurgan en el parricidio más transitado, el que recoge el DRAE: “Muerte dada a un pariente próximo, especialmente al padre o la madre”. Ni por las mentes de los académicos deambulan los fantasmas de la madre de Torrevieja.
Una mujer de 40 años rebana el cuello de su bebé de diez meses mientras simula bañarlo. Un argumento que solo puede aparecer en los periódicos. Que solo puede acompañarse con la explicación de los agentes que la acompañaban, con el horror de la persona que la encontró, con el muro del secreto de sumario. Queda a cargo de la Psicología tratar de entender a esta madre que en las fotos servidas por la Policía aparece acariciando un caballo. Porque escribir sobre un parricidio como este encierra la imposibilidad de escribir sobre un parricidio como este. Es sospechar que este texto no existe.
Y sin embargo, ahí tenemos a La llorona, por ejemplo la de Sandra Cisneros, pero hay mas, debe haber mas, poblando siempre ese tejido poroso entre el folklore y la literatura. Terrible.
Sin duda. Pero parece casi un tabú involuntario debido, probablemente, a nuestra incapacidad para aceptar algo así. La muerte, y mucho más el asesinato, de un niño rompe todos los ciclos naturales.