El coño de Constance

A Gustavo A. Maestro de las pequeñas historias y admirador de Courbet.

Se llamaba Constance Quéniaux y consiguió llegar al ballet de la Opera de París, donde apenas superó las penurias de una vedette de segunda enroscada en el cuerpo de baile que rellena el escenario para compensar el encuadre en escena de las grandes figuras. París a mediados del XIX era como Londres a mediados del XIX y poco más que Madrid a mediados del XIX. Las coristas se morían de hambre. Y más, cuando se atan las zapatillas de puntas que atormentan los pies de cualquiera mientras sueñan con pasear cada tarde junto al mar en una villa normanda, con una casa con muebles bien acabados y un armario repleto. No lujoso, repleto. En aquel entonces, casarse era, probablemente, la mejor opción para salir del bajofondo y el cul-de-sac. Pero Constance era un espíritu inquieto, París era un medicamento efervescente, no había más que artistas que se morían de hambre como una corista y, además, a Constance le gustaban las coristas. La alternativa al matrimonio se llamaba prostitución. Y Constance eligió la vía de las cortesanas.

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‘El origen del mundo’, de Gustave Courbet. / www.musee-orsay.fr

Dice George Sand que Dumas le ha escrito que un diplomático turco le ha contado que Constance es la muchacha que ha posado para Courbet, que ni confirma ni desmiente. Las redes sociales del París del XIX eran manuscritas, franqueadas y maledicentes. Se sabe más por las cartas que por cualquier tratado de historia. Volvemos a empezar. Gustave Courbet recibe un encargo. El otomano Khalil Bey tiene poca imaginación y solo se divierte con la danza cuando cae el séptimo velo. La sugerencia y los preliminares no tienen sentido cuando dispones de un batallón de odaliscas atento a tus demandas. Bey quiere esconder tras un cortinón el retrato de un coño. Abierto, peludo, franco, siempre dispuesto. Nada de metáforas, un buen coño. El artista borgoñón vive una epifanía. En aquel encargo hay dinero, naturalmente. Pero también un escorzo brutal, una pirueta de la perspectiva, un bodegón de piernas, ombligo y senos entrevelados que reúne en una sola imagen lo que años después se llamará Big Bang, pero que entonces es la versión darwinista de los frescos de la Capilla Sixtina. El título, El origen del mundo, lo dirá todo. Todo, menos el nombre de la modelo, que es Constance. De eso ya se encargará Bey, que se lo contará a Dumas, para pasmo de George Sand.

La venta del escandaloso cuadro que permanecerá oculto en las alcobas de Bey no descarga la presión que los ideales de aquel París del XIX ejercen sobre Courbet. En una época de ideales revolucionarios, el artista prefiere documentar la vulva de Eva expulsada del Edén. Y se lo reprochan. Los cambios políticos lo hunden en la cárcel y el alcoholismo, que acabará con él. Pero Constance sí sabe sacar partido del revoloteo de sábanas y lienzos de aquel París en el que contar con espacios ocultos para recibir a la amante es símbolo de distinción y en el que apelotonar cuadros en una buhardilla minúscula es símbolo de miseria. Conseguirá su casa junto al mar. Conseguirá sus muebles y su armario. Conseguirá siglo y medio después que Facebook se enfrente a un juicio por vetar la difusión de su lascivo retrato de medio cuerpo. Una fotografía la muestra enfundada hasta el cuello en un vestido negro, los brazos entrelazados sobre el regazo y un recogido que doma una larga melena oscura. Su mirada perdida y su media sonrisa revelan que ha vencido a la falsa moral y al pudor extremo imperantes en la sociedad parisina del XIX. Y en la de siglo y medio después. Cuando por fin se da a conocer.

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