Salta un centimito herrumbroso y vecino de acequias de la calzada de la calle al bolsillo de tu pantalón y sonríes como sonríes, escondiendo los ojos y dejando que tu boca se parezca a la de Julia Roberts. Hacía mucho que no me encontraba una moneda, dices, a ver qué me depara la suerte esta vez. Crees en la suerte de una manera casi apostólica, con el firme propósito de transmitir a los demás el dogma de tu fortuna. Como si necesitaras que los demás también encontraran monedas pequeñas y devaluadas. O más aún. Como si necesitaras que los demás hallaran en su camino tantos naipes como tú, que ya llevas casi dos barajas francesas y media de intercambio de cromos en los patios de colegio. La primera vez pudo pasar. La segunda ya levantó una nube de asombros. La tercera vez que encontraste un naipe por la calle, tal vez un cuatro de copas, tal vez un nueve de tréboles, ya se convirtió en un relato que todavía está por escribir. O quizá en la certeza, si es que existe alguna, de que la vida te ha puesto una alfombra de naipes para que sepas por dónde continúa tu sendero de baldosas amarillas.
O como si necesitaras que los demás confíen también en la suerte. Lo mejor de todo es que te ilusiona igual la magnitud de la revelación. Como si a San Pablo le hubiera bastado el reflejo del sol en una botella rota y no hubiera necesitado que un fogonazo divino le derribara de su caballo camino de Damasco. Toda tu suerte tiene el tamaño justo. Todas tus expectativas se amoldan al hallazgo de un patio en el que plantar tus especias igual que al contorno de un pececillo que apenas hace temblar el fiel de una balanza. Siempre confías en la suerte, sople de donde sople, como si te bastara un simple grano de arena para imaginar todo un castillo con vistas a la montaña y una caseta de perro y una higuera y una cocina enorme con paredes de piedra y chimenea. Quizá esa sea tu suerte, en realidad. Seguro que es esa tu suerte,
Un billete de veinte euros que ha sobrevivido al programa caliente de la lavadora, con sus achaques de uso frecuente y su aspecto de impostor, salta de la acera a un bolsillo de mi pantalón y me miras como si acabáramos de desvelar el enigma de los tiempos. Y sonríes. Y escondes los ojos. Y te alegras de esta vez me toque a mí tropezarme con un sueño o quizá enganchar un pececillo que ya doble la punta de la caña con su peso. Es tu suerte, que te dé igual, que te emocione igual. Y yo te miro con mis ojos de simple lector de Cortázar, que solo cree en que las mesas levantan la pata cuando creen que nadie las ve. Y pienso que estás loca. Y que la única suerte que me ha tocado en la vida ha sido la de encontrarte tan lejos del Sena.