Según la teoría de un amigo, la culpa de todo la tiene el primer agricultor. Allá por el Neolítico, hace al menos 9.000 años. Probablemente en algún lugar de Asia. A alguien se le ocurrió arrojar semillas de trigo a la tierra y esperar hasta la cosecha. Y, mientras tanto, parcelar el terreno para dividir. De aquí para allá, lo mío. Al otro lado, lo vuestro. De esta manera nacieron todos los males de este mundo. Los de la caja de Pandora, también. Y se resumen en uno: la propiedad. Mi amigo odia a este primer agricultor. Pero él mismo ha plantado un huerto en la montaña en el que predominan los almendros. Aunque, eso sí, carece de vallado. Y no, a mi amigo no le gustaría que citara su nombre. Usa internet a hurtadillas, para no dejar rastro ni dar pistas. “En aquellos tiempos, ni siquiera llevaba el pelo largo”, dice del final del Franquismo. “Al enemigo, ni agua”, remata.
Siempre con la misma teoría en mente, este primer agricultor es el causante de la celebración del 25 aniversario de la Caída del Muro de Berlín. La idea del límite, de la frontera, de la pared, resultó mucho más humana que la del campo abierto y el reparto más o menos equitativo de la caza y la pesca. Nadie nos educa en la propiedad privada y sin embargo la solidaridad no acaba de quedársenos en la cabeza por mucho que nos machaquen en el colegio con ella. Es atávico. Sentimos agorafobia ante los mapas mudos. Nacemos con la parcela y las lindes en el código genético. Y cuando no han existido, las hemos trazado. Como en Berlín, donde los adoquines espolvoreados de metralla durante el Tercer Reich solamente permitían sembrar y cosechar odio, recelo y lejanía. Regarlo todo con sangre no parecía servir de demasiado. El Muro era un símbolo de unos 150 kilómetros. A la izquierda, vosotros. A la derecha, vosotros. Sin más diferencia que una ideología política.
En 1989 acabó el sueño del primer agricultor. Se resquebrajó el Muro. Cayó el terror, la opresión, la muerte a tiros por la espalda. Y también todo su romanticismo de película negra, de literatura de espías. El Checkpoint Charlie, el mínimo hueco abierto en una fría noche berlinesa, el salvoconducto, el teléfono rojo, el mercadeo de medicamentos, la fuga por los campos húngaros, la noria del Prater vienés en El tercer hombre. Frente a las cámaras, una puerta giratoria se abría y los alemanes la cruzaban boquiabiertos, sin mirar atrás. Como plano, era un horror; como escena, sublime. El símbolo había colapsado. Los cascotes caerían después. La colectividad –paradójicamente, la argamasa ideológica de aquel cemento- había fracasado. La libertad dictaba que el ser humano prefería ser dueño de sus actos. Y de su casa, y de su coche, y de su carrito de la compra. De sus propios muros y parcelas, de las fronteras, de las vallas blancas y las rayas en los mapas. Como aquel primer agricultor. De aquí para allá, lo mío. Y vuelta a empezar.