La Marsellesa es un arrebato de coñac, sopa rancia y cartas trucadas que probablemente nació en una taberna de militares y que suele despertar entre llamas. También es el himno nacional francés. Y, como sucede con la canción de Bob Dylan Like a rolling stone, representa todo lo contrario de lo que jalean sus estrofas. De un cántico de exaltación bélica ha pasado a ser el emblema de la libertad. Buena parte de culpa la tiene el liderazgo moral que entronizó a Francia tras la Ilustración. Pero también suma devotos la película Casablanca, por una escena que esta semana ha devuelto a la película de Michael Curtiz a lo más alto de la lista de más recordadas.
La escena protagonizada por el himno francés es inolvidable. Los nazis berrean una de sus tonadillas. Victor Laszlo quiere acallarlos y pide a la orquesta que toque La Marsellesa. Los músicos, tras obtener permiso de Rick, arrancan con todo el poder de la fanfarria. Todos los presentes se suman a la letra. Estallido épico de emoción, culminado en el rostro de la prostituta Yvonne. Los nazis enmudecen entre gestos de rabia. Es, probablemente, el mejor retrato de un concepto tan difuso como el de la libertad que jamás se ha rodado en un plató. Precisamente, porque quienes lo protagonizan carecen de libertad. Están rodeados de los dinamiteros de Europa y, pese al riesgo, eligen cantar La Marsellesa. Un segundo después de entonar vivas a Francia, todos vuelven a esa cárcel de desolación, a ese embudo de pasaportes falsos y sueños rotos en que se ha convertido la ciudad de Casablanca en la película. Y esperan y esperan y esperan.
La secuencia del himno es una de las que abrocharon al mito la cinta protagonizada por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. Una de tantas. En otra, un diálogo soberbio que se suele escapar, Rick asegura al mayor Strasse que se puede estar del lado del zorro sin eludir el punto de vista del sabueso. En la actualidad, los zorros y sabuesos saturan la sociedad, pero está vacía la tierra de nadie, esa en la que el GPS de la historia ubica la ficción de Casablanca y que es el limbo necesario para pensar antes de decidir. Los alemanes visten de gris, Ilse viste de azul. Nadie se atreve con otros colores. Tan legítimo es que el Capitán Renault juegue al cambalache con Berlín como que Victor Laszlo cave barricadas a pecho descubierto. De hecho, tan legítimo es pensar que Laszlo está de nuestro lado como entender que los otros puedan tomarlo como ejemplo. Hay hasta quien piensa que el final de la película, el juego de miradas del aeropuerto, es un terrible despropósito. Y eso que nos enseña que podemos tener razón hasta cuando nos equivocamos. Y viceversa. Aunque puede que solo nos quede París.