Me suicidé en esta ciudad que ahora me honra, salté de un muro viejo, me desencajé las tripas con disolvente, me abrí las venas con la cuchilla que usaba para afilar los lápices, me abrí la cabeza a golpes contra la soledad, pero ahora me honran, mil años después de que me dolieran los pies de andar por el empedrado cargado de espaldas y con mis trastos en busca de nuevas sombras, las sombras de esta ciudad que ahora me honra, que son violetas y nadie lo había sabido ver, porque mientras forjaba una niebla en el alma que acabaría matándome, apenas conseguía vender cuatro cuadros a los acomodados sin hambre ni ganas de molestar ni coraje para protestar por la muerte de una ciudad que ahora me honra, pero que entonces ya había muerto y todavía no se había dado cuenta, como no se dio cuenta de que las sombras son violetas y las tierras amarillas y los almendros son blancos cuando nadie los mira y los cementerios brillan al sol, que sol sí tenemos, redondo, amarillo y enorme, y luz de las que ciegan los ojos que se fijan demasiado en las sombras y casas de colores que no existen y mar de los que rompen contra las tierras amarillas en las noches de tormenta, pero lo que no tenemos es vida, no tenemos más vida que la de buscar el rincón caliente de la chimenea y comprar por cuatro duros un cuadro al vecino para que se haga una sopa, para que se cambie el guardapolvos y se revise la vista, que la tiene perdida de buscar sombras violetas, y se quite la boina y se ponga a pintar retratos de nuestras hijas, que jamás entenderán por qué me suicidé de camino a la ermita, desde la muralla del castillo, bajo la luz azul de esta ciudad que ahora me honra pero que no supo conservar a mis amigos, que murieron lejos, o muy lejos, o todavía más lejos de estos almendros que florecen cuando nadie los ve, de estas calles empedradas y en cuesta de las que escapábamos para sacar de las sombras que no eran violetas a esta ciudad que ahora me honra, para hablar, para reír, para escribir y componer, para hacer números que multiplicaran los panes, los peces y las sopas con las que tuve que alimentarme después, porque nadie quiso entender que la luz hace sombras y porque estalló una guerra que nos mató, que nos aisló, que nos borró mucho antes de la honra, que nos regaló un lugar en la memoria porque nos robó un lugar en el presente, que barrenó el túnel por el que nos escapábamos de esta ciudad empedrada y en cuesta donde los cementerios están llenos de almendros y de muertos que aún estaban vivos, más vivos que yo, que ya me he suicidado hace mucho en esta ciudad que ahora me honra pero que solo conseguí que me comprara los cuadros justos para acabar en la niebla, atiborrado de disolvente, ahogado de tanto silencio, despedazado contra el suelo, con la cabeza machacada contra la pared de una de las casas de colores que habitan los nietos que ahora me honran, pero que entonces solo estaban llenas de sombras violetas.