Y dijo Dios: «Que haya luz». Y hubo luz. (Génesis 1, 3)
Orson Welles es el universo entero. Nació de un estallido de ondas hercianas, se pasó toda la vida expandiéndose y acabó trascendiendo todos los límites. Fue a la pulsión creativa lo que Metrópolis es al cine y La Odisea a la literatura. Todo. El todo. Cuantos sucumbimos alguna vez al vampirismo del cine hemos querido ser como él, destrozar los cánones a los 25 años, pasar a la historia antes de pisarla, entrar en la lista negra de los poderosos con carné de club de golf, manchas de linotipia y sangre en las encías. Aunque él solo quería ser John Ford. Fue barroco y románico. Expresionista y nouvelle vague. Creador de la modernidad e iconoclasta. Un tipo capaz de casarse con un icono pelirrojo para convertirlo en un icono rubio desconocido y cargado de pasado. El pop antes de Warhol. Renacentista, cuántico y tan cuartodimensional como Las Meninas. Creímos que era Dios, pero en realidad fue el ángel expulsado de un infierno de mediocridad, libros de cuentas y resultados en taquilla. Orson Welles es la hipérbole. Es Leonardo. Es Shakespeare. Es Mozart.
Tim Burton lo reunió con Ed Wood en una cafetería de Los Angeles, en un encuentro improbable pero esclarecedor. Ambos están encadenados al cine, pelean por cada centímetro que les acerca a un rodaje, se entusiasman, son contagiosos, arrastran a cuantos giran a su alrededor y sufren el desdén de la industria. Sus similitudes son el ejemplo perfecto de que los libros de autoayuda son una superchería. De que Paulo Coelho es un error de programación. De que la actitud no es el norte si no hay ningún talento que ancle el sur. Ambos dirigen, escriben, husmean los pozos de la financiación, mienten, se las ingenian, acribillan sus itinerarios con la metralla de los tomavistas. Son apasionados. Víctimas de las sombras. Pero Welles es el primero de la clase a la que nunca asistió, el genio autodidacta, Eva mordiendo la manzana. Y Ed Wood somos casi todos los demás.
Sin embargo, el cine de Orson Welles es un reguero de fracasos, bancarrotas y humillaciones, una subasta de anuncios al por menor. Pero también es la última curva a la izquierda antes de entrar en la recta de meta. Es Ciudadano Kane, por supuesto. Pero es mucho más en Sed de mal, La dama de Shanghai, el más escalofriante Macbeth, esa Inglaterra de estraperlo que olía a ajo, a palco en Las Ventas y cochinillo segoviano en Campanadas a medianoche. Es también el sermón ballenero para John Huston y el diálogo del Prater de Viena tal como lo soñó la musa de Graham Greene. Es la luz, el volumen, el encuadre, el montaje, el contrapicado, el guion, los techos y el por qué no. Es el hombre que rehízo el cine. Y desde que se puso bajo los focos, vimos que aquello estaba bien.