Las elecciones británicas celebradas ayer han desencadenado una tormenta de arena en el partido conservador que preside Theresa May. La idea de aprovechar el tirón del Brexit para arrasar en los colegios electorales se ha convertido en una bruma que evidencia un error. De cálculo. De orgullo. De soberbia. Y político. No será fácil que May sea capaz de asumir una derrota que no la bajará del estrado, pero sí que la sitúa en una posición francamente incómoda. El referéndum sobre la salida del Reino Unido de la Unión Europea, la estampida del bisonte inglés, obtuvo un resultado tan ajustado que tendría que haber puesto en ámbar todos los semáforos de la política. Pero May y los tories prefirieron apretar el acelerador y lo único que han encontrado es un gentío cruzando todos los pasos de cebra, como los Beatles en Abbey Road.
Es extremadamente complicado detectar a tiempo un error. Y parece imposible cuando sus consecuencias trascienden la individualidad e implican pérdida de poder. La mitad más uno, solo la mitad más uno, de los británicos estaban convencidos de que sus rosas florecerían mejor si cerraban todas las puertas de su jardín. Dieron poder a su Parlamento para que los sacase del laberinto europeo. Para que los guiase hacia el Polo Sur de la desconexión del continente. Pero la diferencia entre Amundsen y Scott, entre el éxito y el fracaso, estuvo en los preparativos. En los trineos tirados por perros. Y la consulta del Brexit demostró que la mitad menos uno, tantos como la mitad menos uno, de los británicos preferían cruzar el Canal de la Mancha con la ilusión de hacerse un selfie desde la Torre Eiffel.
Cabría pensar que lo de la amnistía fiscal de Montoro, que acaba de tumbar el Tribunal Constitucional, también se debe un error. Pero nada que ver. Aquella decisión fue un piscinazo en el área pequeña de un delantero tanque que creía tener a todos los árbitros de su parte. Únicamente ahora, cuando una instancia superior ha invalidado la jugada por confundir la norma del fuera de juego con una tumbona de playa, habría que exigir que el ministro fuera enviado a los vestuarios. Da igual que insista en sus argumentos porque se han demostrado fuera de la ley. La cosa no va con él, sino con el resto de miembros del Gobierno. El caso británico es distinto. Se trata de un problema de convencimiento. De defender una idea con demasiadas líneas argumentales que no van a ningún sitio, como un capítulo de Perdidos. Y ahí es donde entra el factor humano. Ahí es donde May se ha encontrado un precipicio infranqueable tras la hojarasca y los escombros. Lo fácil es dar la vuelta. Lo estúpido es dar un salto de fe para comprobar si se les ha olvidado que sabían volar. Y lo difícil, reconocer que no sabían ni leer la brújula. Asumir el error.