Gata atigrada

Uno ve esta fotografía y piensa en una gata atigrada. Probablemente recién embarazada, porque ha arrasado con la comida. Y quizá deslumbrada por las luces de un coche que vuelve a casa de madrugada. Tal vez el del hijo ya entrado en la treintena pero sin trabajo y con pocas perspectivas de futuro de la señora que alimenta los gatos, una mujer que hace equilibrios con la pensión que percibe después de toda una vida entregada al sector público. Si te fijas bien, la gata ha salido a la carrera y se ha dejado apenas una veintena de bolitas de carne, que se escamparon tras el susto y dejaron un reguero de comida que aprovecharán las hormigas, capaces de levantar el equivalente a muchas veces su peso corporal. Junto a ellas permanece en su sitio el envase azul, cuidadosamente colocado por su dueña junto a la pared, a la que le hacen falta varias manos de pintura.

El hijo ha aparcado el coche en el garaje, porque la zona apenas tiene viviendas y no está habilitada para generar aparcamiento. Volvía de fiesta un domingo a punto de amanecer, de lo contrario, no habría encendido las luces que aterraron a la gata atigrada, preñada por un macho que apartó a otro de su territorio, dejándole un rasguño en el ojo y la oreja destrozada. La pelea despertó a la madre, siempre atenta a lo que sucede con los gatos del barrio, que han colonizado dos edificios abandonados de unas antiguas naves destinadas a la fabricación de componentes mecánicos. En una de ellas podría haber entrado su hijo a trabajar, pero la crisis acabó con la mayoría de los negocios de la zona, donde solo quedan una chatarrería, dos talleres de coches, un templo hindú que se llena los domingos y cuatro locales de ocio de los diez que abrían cada noche hace unos años.

Una lástima, porque de ese modo el Ayuntamiento tiene abandonado el barrio y no se acuerda nunca de reparar las aceras, que son demasiado estrechas y están muy deterioradas. Y eso que, cada vez que visita el centro de la ciudad, la mujer se pasa por la oficina en la que trabajaba para ver si se cruza con el concejal. Para rogarle que se acuerde de su hijo. Para recordarle que el barrio está hecho un asco. Y para tomarse un café y charlar un poco, que le hace falta un desahogo porque la hija mayor se ha tenido que marchar fuera y a su pequeño no lo ve, casi, porque se levanta bien temprano para buscar trabajo y, pobre, apenas tiene para salir algún sábado a divertirse, menos mal que no le quedó una mala pensión y así le puede ayudar. Y la compañía que dan los gatos.

Del resto, mejor ni hablar. No vayan a acusarnos de ser nazis ortográficos.

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