Insolencia

La gente pasea, habla, ríe, discute y aparca. Friega los platos, ve la televisión a la luz de una lámpara. Monta en motocicleta, recoge la basura, se prepara para una fiesta, enciende velas para crear un clima sugerente en la habitación. La gente es así. Se descarga películas, tiene estrés posvacacional, planea un viaje al extranjero y suda. Limpia la plata, hace ganchillo, añora una espalda y una manera de andar. Hay quien tiembla cada vez que sale de casa, hay quien se casa con un torero para ganarse la vida gritando, hay quien pierde la vida practicando submarinismo nocturno, hay quien programa un telescopio para que fotografíe el lado oscuro de la Luna. Hay quien dedica un disco al lado oscuro de la Luna. Y luego está Donald Trump. Pero ninguno de nosotros, ni siquiera Trump, mantendría sus costumbres si no fuera porque hace setenta años que la gente bombardeó Hiroshima y Nagasaki. Si la gente no hubiera calibrado el efecto de la bomba atómica en Japón, quizá ahora habríamos vuelto a buscar una corriente de agua fresca, tallaríamos sílex y decoraríamos las paredes con la sangre de nuestra última pieza de caza. Y tendríamos que volver a definir qué es la gente, en realidad.

Una persona sale de un refugio antiaéreo.

Una persona sale de un refugio antiaéreo.

Los dos hongos atómicos fueron nuestra mayor insolencia. El primero de los cuarenta días de nuestro diluvio particular. Pero una de las cosas que nos separa del dios omnipotente y rencoroso que la gente supo inventar es el remordimiento. Fue el remordimiento el que nos susurró al oído que Hiroshima era el límite, la línea fronteriza. Si la gente no hubiera destrozado miles de vidas en aquel verano de 1945, si la gente no hubiera muerto corroída por la radioactividad, si aquella bicicleta no se hubiera congelado en el tiempo para recordarnos setenta años después qué somos capaces de hacer, posiblemente habríamos dirimido alguna de las reyertas de la Guerra Fría a bastonazos de uranio enriquecido. Este contra oeste, norte contra sur, qué más da. La gente vive en los cuatro costados del mundo. Se odia, se envidia, se teme. Y no es más que gente.
Hiroshima es el primer manotazo que propinamos en la guardería, solo que medido en megatones. Es el golpe que damos en el volante cuando un atasco nos retrasa, es un grito al otro lado del teléfono y ese guantazo que se nos escapa cuando no tenemos nada bajo control. Es el primer hueso que utilizamos como arma, es el dedo con que amenazamos a una novia que se va con las amigas, es la defensa de las Termópilas, es el soldado biónico que la gente está a punto de legar a la posteridad, es la frustración que nos genera no haber sabido crear dioses mejores. Es la curiosidad que nos lleva a otros planetas con fines científicos, es la facilidad con la que los convertiremos en minas, colonias y puertos de esclavos. No es el alma lo que nos adelgaza veintiún gramos al morir. Es la pequeña Hiroshima que llevamos dentro. Eso que nos hace ser gente que inventa las gafas, que escucha la banda sonora de Underground mientras escribe sobre Hiroshima, que ayuda a cruzar a los ancianos, que cocina pasta para cuatro, que instala un aire acondicionado en el salón y que solamente escucha a su conciencia un segundo después de que se abran las compuertas del Enola Gay.

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