La fe de Scorsese

Dios no da bien en cámara. Sus apariciones en el cine suelen limitarse a efectos especiales de la época del Technicolor o a juegos de luz en los que los directores de fotografía jugaban con los rayos que escapan entre las nubes, como domingueros con móvil frente al atardecer. Aunque el Séptimo Arte también es todopoderoso y supo conceder a un autor, a uno solo, la capacidad de representar al creador de todas las cosas con cierta verosimilitud. Fue Carl T. Dreyer, en Ordet (La palabra). Pero era 1955, una época en la que todavía se tenía paciencia para encuadrar y cabeza para fotografiar. Más o menos, la época en la que Hitchcock aconsejó a quien quisiera escucharle que jamás había que rodar con niños ni animales. El autor de Yo confieso tendría que haber añadido también a Dios.

Silencio
Martin Scorsese dirige a Andrew Garfield en ‘Silencio’. / PARAMOUNT PICTURES

Martin Scorsese ha incluido en su agenda a lo largo de toda su filmografía algunas citas ocasionales con la fe. Nacido en un entorno italoamericano, al parecer, la religión y las salas de cine eran los únicos lugares que le permitían escapar de un barrio en el que las charlas teologales se reducían a contar el dinero del cepillo de la iglesia que algún compañero de calle acababa de robar. Finalmente, el cineasta pudo con el seminarista y Scorsese eligió trazar un mapa de la conducta humana antes que dedicarse a captar la voz divina. Pero, aun así, nunca escapó del todo de los territorios de la culpa, el pecado, la duda y la redención, que se pueden rastrear hasta en Taxi Driver, la historia de un apóstol solitario y sin fe empeñado en limpiar la Sodoma de los bajos fondos de Nueva York y en rescatar a una oveja descarriada. El protagonista, Travis, no es más que un misionero que para difundir el bien no utiliza las palabras de la Biblia, sino una Magnum con argumentos morales hasta en la recámara.

Tras La última tentación de Cristo y Kundun, Scorsese ha vuelto a retomar la senda de la fe. Silencio –actualmente en cartelera- es la última concesión evidente a las obsesiones que adquirió cuando era un niño al que le asustaban tanto los mafiosos del vecindario como los párrocos del confesionario. La primera era una representación de la encarnación divina en Jesucristo. Tanto él como sus apóstoles eran humanos, con lo que Scorsese supo manejarse bien. El guion ayudaba lo suyo, al igual que las interpretaciones de Willem Dafoe, Harvey Keitel o Barbara Hershey. Pero en Kundun fue incapaz de transmitir la espiritualidad del Tíbet y en Silencio no se sabe muy bien lo que quería contar. La historia de la incapacidad de los jesuitas para difundir el Evangelio en el Japón medieval era una buena oportunidad para debatir sobre la apostasía, el descreimiento y la fe irreductible. Pero Scorsese se ha perdido en su pasión. Y no solo en el argumento. De tanto mirar hacia arriba con reverencia, se ha olvidado de que tenía una cámara delante. Y salvo un par de planos al principio, la dirección es tan inocua como el mensaje.

Exorcista
Fotograma de la película ‘El exorcista’. / WARNER BROS ENTERTAINMENT

Dios no da bien en cámara. El catolicismo, tampoco. Tras las más de dos horas y media de Silencio, vuelve a quedar patente que la única película que ha sabido transmitir la noción de creer o no en un ser invisible con un código moral implacable y bastante tendencia hacia la crueldad y el castigo es El exorcista. El remordimiento y la inseguridad del padre Karras son el mejor análisis de la religión católica que jamás haya aparecido en pantalla. Más allá de la anécdota del vómito verde y la cabeza giratoria de Regan, en la película de William Friedkin aparece la mejor frase para calibrar una fe: “Tu madre está aquí con Nos”. Pero, claro, la pronuncia Satanás, tan necesario para admitir la existencia de Dios como una aparición de la Virgen o una catequesis intensiva. Es lo que suele faltar en las películas sobre la religión. Un buen villano. Scorsese nunca se acuerda de ficharlo cuando abandona las malas calles.

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