Hay historias que cogen cuerpo y se construyen solas. Que nacen de una semilla repleta de nutrientes, se riegan con el tiempo y los mitos y acaban forradas con una guarnición de líquenes y hojas secas que dan al conjunto la apariencia perfecta. Luego solo hace falta una voz que las propague. La historia del cementerio de Teresa, contada esta semana por José Antonio Guerrero, es una de ellas. Podría haber sido un artículo más de fin de semana de Todos los Santos, una de las alternativas que ofrecen los medios al eterno e inútil debate entre la mohosa tradición y la efervescencia de Halloween. Pero la historia de Teresa lleva un crepúsculo de Caspar David Fiedrich y un rasguño rojo de William Turner. Y contra eso es difícil luchar.
Los restos de Teresa yacen bajo una lápida solitaria, en un camino de montaña apartado en el Pirineo de Lleida. La tumba deja un rastro de hojarasca, la crudeza fría de la piedra y una inscripción que esconde un relato, como todas. Es un desvío de una ruta de domingo donde confluyen la vida, la muerte, un amor prohibido y la intolerancia religiosa, que mata hasta a las flores de plástico. Es un temblor de casa de campo, el crujido de lo inaceptable y la metáfora perfecta de la soledad y de la frontera, que apenas queda dibujada diez kilómetros más allá, entre las venas de las montañas. Es una muestra del caos biológico que conduce a todos los finales, es una evidencia de que la Muerte copula con la Vida para no aburrirse, es la derrota definitiva del olvido. Porque es una historia cerrada. Pero nadie se cansa de El cuervo de Poe una vez que se adentra en su primera estrofa y deja que su sombra se pose en unos versos de los que no se despegará nunca más.
La historia de Teresa no tiene más allá. Ninguna historia lo tiene. Sus restos alimentan el bosque. Y sin embargo sigue creciendo, en el recuerdo despertado por Guerrero, en la lánguida nostalgia de un adolescente triste, en las veladas de hoguera y acampada, en las guías que ubican los cementerios a los que acudimos para henchirnos del silencio que nos falta en casa. Hay historias que se construyen solas. Pero seguimos adornándolas porque deseamos que haya algo más. Y no hay más que lo que aportemos nosotros. Son la perfecta metáfora de la vida, la muerte, la soledad, la frontera. De la causa por la que releemos El cuervo en cuanto lo terminamos.
¡Qué historia! La humilde realidad resulta con frecuencia más fabulosa que la leyenda.
Ahí está nuestro Faro, en los límites de la realidad y la ficción. Gracias de parte de José Antonio Guerrero, que nos regaló una magnífica historia. Y gracias por haberte convertido en un habitual, Salva.