La actualidad de la semana ha vuelto a constatar que los pactos con el Diablo solo salen bien si no media ningún cirujano en la negociación. El caso de la falsa operación estética de Uma Thurman volvió a aflorar nuestro miedo a la muerte, la injusticia de Hollywood con las actrices y la obsesión de los medios de comunicación por imprimir el periódico del día después antes que el de la víspera. Tras unos días de expectación y rechinar de dientes, la propia Thurman aclaró que el espanto se debía solo al maquillaje y no al bisturí. El miedo a la muerte volvió al cajón de las causas pendientes, la injusticia de Hollywood con las actrices sigue viva y el debate se ha instalado en el periodismo, que pide perdón con la misma prisa que antes.
En el presunto rostro desfigurado de la protagonista de Pulp Fiction aullaban todos los caídos en nuestra única batalla perdida de antemano, la que libramos contra el reloj. Por supuesto que nos traía a la memoria casos como el de Michael Jackson, Renée Zellweger o Belén Esteban, zurcidos por Frankenstein cuando creían haberse puesto en manos de Pigmalión. La foto del despropósito también invocaba a Norma Desmond, la protagonista de El crepúsculo de los dioses que envejecía en el olvido mientras proyectaba en su casa las películas que habían paralizado su juventud. Pero en cada facción alterada de Uma Thurman nos torturábamos también todos nosotros, presos de nuestra propia insolencia y nuestra defensa de la tiranía de la tersura, de la perfección y del poster de nuestra habitación de adolescentes.
No sabemos saltar del tiovivo de nuestro esplendor cuando se ha atrancado por el óxido de los días. Hemos cambiado el culto a la experiencia por la espuma del pasado. Hemos marcado el final de nuestra vida útil en el principio de nuestro deterioro. Pero, a la vez, renegamos de quien intenta dar marcha atrás a la puesta de sol y tropieza en la mesa de operaciones. Solo el cine y la fotografía nos regalan la ilusión del retrato de Dorian Grey, del instante detenido, de la memoria de lo que no queremos perder. En la vida real, dejemos que cada cual se encamine hacia la derrota con el aspecto que prefiera. Con el que somos o con el que hemos impuesto a los demás.