No ha habido estreno de una película más escrutado que el de Cincuenta sombras de Grey. Una simple ojeada a las redes sociales deja un rastro de colas en los cines, plateas abarrotadas, carteleras copadas por decenas de pases diarios, extraordinarios recuentos de taquilla, testimonios más o menos abiertos, visceralos manifiestos en su contra, reportajes de sex-shop, chistes, memes, debates y críticas. Sobre todo, críticas. Pésimas, en su mayoría. Desde la cinefilia más enconada, desde los templos que adoran a Bergman, Bresson o Welles, desde las trincheras de la versión original, los planos estáticos y la visión completa de los títulos de crédito, se extiende el desdén hacia la película dirigida por Sam Taylor-Johnson y protagonizada por Dakota Johnson y Jamie Dornan. Y sin embargo, esa densa minoría debería estar agradecida, sin tener siquiera la necesidad de verla. Gracias a la adaptación de las novelas de E.L. James, autores como Aki Kaurismaki o Jim Jarmusch podrán seguir rodando películas. Si les da la gana.
Los blockbuster masivos son los que permiten que las salas de cine sigan abiertas. Los que dan trabajo a las plantillas. Los que engrasan las máquinas de palomitas para poder seguir comiéndolas prácticamente a solas, en un pase nocturno de Ida o Magical Girl. Sin Hollywood no existiría Sundance. Sin la saga de Torrente, apenas boquearía la industria cinematográfica española. Sin la fidelidad inquebrantable de los espectadores franceses, el resto de Europa iría progresivamente perdiendo sus salas hasta alcanzar las cifras de Arabia Saudí, donde el cine es un pecado que solo puede disfrutarse en secreto. Si no se crea el hábito de comprar la entrada, pasar por el ambigú y los aseos, escoger butaca, esperar con un ligero nerviosismo que se apaguen las luces, conversar durante los trailers, inquietarse con los anuncios y asistir a la apertura de la pantalla para disfrutar de una película en condiciones técnicas (como mínimo) aceptables, el Séptimo Arte quedará constreñido a la banda ancha de una conexión a internet. Y desaparecerá. Desvanecerse en la nube será el último truco de la magia del cine.
No hay mayor victoria para las películas minoritarias que la llegada de un transatlántico a las marquesinas. No hay cinéfilo exigente que no haya debutado en el patio de butacas con una película espantosa, tras superar esa etapa en que tus padres deciden lo que ves. No hay mayor reclamo para los críticos que el morbo que despiertan las reseñas negativas. No hay mejor homenaje a autores como Abbas Kiarostami o Víctor Erice que quedarse esta semana en la calle, recontando la asistencia de espectadores, buscando a la reina de la cartelera entre las páginas de Economía, paladeando el éxito de cintas como Cincuenta sombras de Grey. La semana que viene, cuando el tsunami del estreno haya amainado, algún niño se preguntará por qué sus padres van al cine, alguna adolescente despertará con vocación de directora, algún grupo de amigos rodará una parodia de las sombras con un móvil, en alguna tienda de segunda mano venderán esa cámara digital a buen precio. Y el asombro seguirá vivo.