Desde fuera, la inmortalidad es una atracción de feria antigua. Como la mujer barbuda, los monstruos de Tod Browning o el John Merrick de David Lynch. Desde dentro, debe de ser igual de aterrador. Emma Morano es la última persona nacida en el siglo XIX que queda viva. En todo el mundo. Y nos atrae su historia por lo que tiene de récord Guinness, por su argumento de tertulias, por su mezcla de ternura y singularidad. Pero, en el fondo, la historia de Emma es una historia de pérdidas. Llegar a los 116 años significa haber dejado atrás toda la vida y arrastrar el último aliento como el que queda a merced de un río sin poder doblegar a la corriente. Nada permanece. Nada es igual. Emma está confinada a su casa sin ascensor, cuidada por dos personas que le dan de comer y dan sentido a su mundo, poblado de seres que no están. Si pudiera salir, probablemente no reconocería la ciudad en la que vive, a ninguno de sus vecinos, tan solo quizá a algún árbol tan centenario como ella donde puede que alguien tallara un corazón que ya dejó de latir hace tiempo. La vida de Emma ya solo es un titular de periódico y una memoria adormecida con chal de lana y pendientes de perla.
La inmortalidad es un juego que se disfruta en grupo. Pero en soledad es una condena, un niño sin hermanos que golpea una y otra vez un balón contra la pared y progresivamente va perdiendo las ganas de gritar gol. Si Emma paseara por su pueblo, puede que solamente encontrara vivos a los amigos que nunca tuvo su hijo, muerto a los seis meses de nacer, ya tan viejos y perdidos como ella, que solamente cuenta en el vecindario porque es la única persona del mundo nacida en el siglo XIX que aún sigue viva. Ya no existe ni lo bueno ni lo malo que le sucedió en la vida. Ya no importa. No están sus conocidos y familiares, no están sus costumbres, no le queda ni un sueño, ni un recuerdo. Solo el hambre, la sed, el cansancio y el pudor de lavarse sola para no abochornar a sus cuidadoras.
La inmortalidad es una eterna búsqueda de la humanidad hasta que lo pensamos bien. Hasta que nos damos cuenta de que somos un barro de minutos contados. Hasta que descubrimos que produce monstruos y que no sobrevivirán ni las piedras. Emma dejó de vivir hace años, el último día en que sostuvo las riendas de su existencia. Después, incluso dejó de pensar en la muerte. No habla de ella, dicen. Quizá porque la vida solo vale la pena cuando somos nosotros los que la gobernamos. Lo demás es instinto de supervivencia. Masilla para los surcos del tiempo.
Un texto tan desgarrador como acertado. Conmueve por su veracidad y por la facilidad con la que tus palabras pueden extrapolarse a otros muchos aspectos de la vida.
Me ha encantado.
Un saludo.
Muchas gracias, Fernando. Creo que detrás de muchas noticias singulares como esta hay sombras que no siempre queremos ver.
El Faro está abierto permanentemente. No dudes en volver.
Hay muchas personas mayores con una pension ridícula, pendiente de una ayuda por la ley de la dependencia, que no viene, y que viven de sus recuerdos. Conozco así a la madre de una amiga, que tiene, ni mas menos a tres cuidadoras. Gracias que en este caso, se puede pagar, pero hay multitud de personas que no pueden pagar esos gastos. ¿Cómo mal viven? ¿Quien corre con los gastos? I don’t know.
Lo de la Ley de Dependencia es uno de los mayores fracasos de nuestra sociedad. Ha habido gobiernos que no solo es que no la hayan aplicado, es que han hecho todo lo posible por eludirla. Y ni siquiera se avergüenzan.
Gracias por tus visitas, Pepe. Vuelve cuando quieras.