Esa sensación de isla que se hunde. De estar al borde del momento y percibir claramente que el agua sube, que no se detiene, que todo lo que habíamos construido va a quedar sumergido sin remedio. La angustia, mirar atrás y no encontrar rescate ni salvavidas, mirar adelante y no encontrar más que infinito, afrontar el naufragio sentados a la puerta de casa en espera de que suba la marea, porque la sensación es que somos incapaces de solucionar un problema que no debería ni existir, que cómo se va a hundir esta isla, si yo vivo aquí y necesito saber que el mar está ahí, aunque no lo vea nunca. Esa sensación de matrimonio que se rompe, de dique vencido, de trabajo perdido, de niño irreconducible, de pastillas para dormir, de terremoto de Lorca, de grito de Munch, esa impotencia que ya se moja los tobillos porque la isla se hunde, la arena se disuelve, la sal abraza los tallos agonizantes de unos arbustos que ya están muertos de raíz, como la casa que no podemos pagar, la quimio que no funciona, esa edad en que ya es imposible encontrar otro trabajo, el niño que tiene frío, los inmigrantes que no llegan a la costa. El grito sordo de una pesadilla que nadie más escucha, la carrera que acaba en un precipicio, la urgencia de buscar nuevos clientes, el final absurdo ante el que ya solo queda tirarse del pelo, malvender el coche, arrepentirse siempre tarde, rezar como última debilidad y esperar que la orquesta no deje de tocar. Porque la isla se hunde, como se hunden los imperios, las acciones de bolsa, la confianza en las instituciones y las materias blandas de Dalí, porque la cosecha se derrite de calor, el despido es inminente y cariño, tenemos que hablar. El abuelo ya no recuerda dónde vive, la panadería ya no nos fía, el teléfono nunca suena y el último tren se aleja. Los tiempos cambian, a la niña le da miedo volver a la escuela y dame cambio para la tragaperras. Esa sensación de encarar lo inevitable, de pérdida, de fracaso, de iceberg, de desahucio, de insolvencia, de epílogo, de mañana será otro día pero no estaremos aquí porque la isla se hunde y no sabemos qué hay más allá del horizonte, que cambia cada día y nos cuesta adaptarnos a lo diferente. Ese blues a medianoche. Ese cuadro de Hopper. Esa sensación. De isla. Que se hunde. Bajo el mar. Que ruge. Y nos silencia.
Pues se hunden. El mar ha engullido cinco de las islas Salomón. A causa del cambio climático. Pero como están a mil millas del noreste de Australia, en el Pacífico, no sentimos angustia. Ni urgencia. Ni nada.
Es ssí de crudo. Estamos acabando con la gallina de los huevos de oro, sino que se lo pregunten a los habitantes de Seseña, con una nube tóxica que les atenaza, producida por el.incendio de un gigantesco cementerio de neumáticos. ¿Quo Vadis?, ¿Quo Vadis?
No solo estamos acabando con la gallina de los huevos de oro, sino con todas las gallinas y demás especies. No nos duele el planeta porque no nos afecta directamente su destrucción, sino a nuestros descendientes. Que ya se apañarán.
Gracias por visitar el Faro, Pepe. Sabes que siempre lo tienes abierto.
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Jose Ramon Celdran Mallol Hay muchas personas mayores con una pension ridícula, pendiente de una ayuda por la ley de la dependencia, que no viene, y que viven de sus recuerdos. Conozco así a la madre de una amiga, que tiene, ni mas menos a tres cuidadoras. Gracias que en este caso, se puede pagar, pero hay multitud de personas que no pueden pagar esos gastos. ¿Cómo mal viven? ¿Quien corre con los gastos? I don’t know.
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