La vida no sabe jugar

Juguetes Mapa

Ubicación de la tienda / Google Maps

Los juguetes se acumulan en la tienda de Roberto Heredia (Jumilla, 1935) como las naranjas en una frutería. Muñecas, coches, aviones, cocinillas, monstruos, soldados y barcos, sobre todo barcos pirata que fascinan a su dueño, se apilan hasta dejar minúsculos pasillos por donde apenas se puede transitar. Da la impresión de que coger el juguete equivocado puede conducir a un alud de plástico, a un caos de ojos muertos, al nacimiento de un nuevo bosón de Higgs. Son el remanente de años de mercadillo, “siete millones de pesetas (42.000 euros)” invertidos en artículos sin pedigrí, en fantasías de saldo que solo servían para padres que no tenían dinero para sueños. La sombra triste de una industria poderosa. La amarga desolación de un juguete sin niño. La peor secuela de Toy Story. La prueba evidente de que la vida no sabe jugar porque siempre acaba perdiendo.

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Las hadas no visitan a los ‘gepettos’ con artrosis.

Años después de jubilarse, Roberto levanta cada mañana la persiana de su tienda, ubicada en lo alto de una calle en cuesta, a los pies de una ladera donde una vez respiró una pinada. La culminación de una vida que “solo ha sido trabajar” y que se resume en una triste letanía: “No me como un torrao”. Roberto saluda a todo el barrio, trata de atraer la mirada lánguida de vecinos que siempre van de paso. Los niños solo miran cuando el dueño de la juguetería saca caramelos del bolsillo de su mandil, porque la montaña de plástico y pilas gastadas está tan lejos de su cuarto como una talla de sílex. Y los adultos se conforman con un saludo reconfortante cuando vuelven de trabajar, muy ajenos al cartel que anuncia que el producto está permanentemente a mitad de precio. “Toda la vida pescando y al final cogí un cangrejo”, sentencia Roberto.

Cuando no contempla la vida pasar, Roberto se entretiene en su banco de carpintero, apañando juguetes que tampoco saldrán jamás. “Si puedo los arreglo, si no, los tengo que enviar a San Sebastián”, asegura, con cierta retranca. Un camión a pilas espera en el taller, con toda la ternura de lo inviable. Así comenzó su vida laboral, de carpintero, a la edad en la que sus amigos se ocupaban en estudiar y jugar. “Empecé con doce años fabricando carros en Jumilla”, recuerda. También de madera fue su primera guitarra, la que usaba cuando le llamaban de las bodegas de la vinícola localidad murciana para que fuera con sus amigos a entretener a los turistas. “No nos pagaban nada”, indica, “pero nos daban un vasito de vino y unos taquitos de queso y jamón”. Con la mayoría de edad, decidió que la guitarra formaría parte de su vida. Roberto muestra las manos, con los dedos torcidos, hinchados, carcomidos por el dolor. “Ahora las guitarras solo las tengo para venderlas”. Las hadas nunca visitan a los gepettos con artrosis.

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El taller de Roberto, en la parte trasera de la tienda.

Con veinte años se echó al asfalto, a repartirse entre los mercadillos de la provincia de Alicante. Compraba el género “en Ibi, Tibi, Onil”, centros neurálgicos de la industria juguetera española. “Cada vez que me veían llegar, se echaban a temblar”, explica, “porque siempre trataba de arañarles alguna rebaja”. A las seis de la mañana, ya estaba en marcha. Los juguetes formaban el grueso de su catálogo, pero también vendía “pijamas, pantalones, camisas y calcetines que aún tengo por ahí”. Y lámparas, y ventiladores, y al menos tres bicicletas estáticas, y cuadros. Todo un museo de cuadros para decorar pasillos oscuros. Productos que sirven de engrudo a la pila de juguetes que amenaza con venirse abajo en cualquier momento.

Pero la guitarra nunca cogió polvo hasta la jubilación. Todo lo contrario. Durante veintitrés años, Roberto completó sus días en un tablao de Benidorm. “Desde las nueve de la noche hasta las dos de la mañana”. Cada día, de lunes a domingo. “Por seiscientas pesetas al día (3,60 euros)”. Allí respondía a los tópicos que demandaba una clientela eminentemente extranjera junto a Dolores, bailaora guapa, racial, de ojos interminables, que acabó convirtiéndose en su mujer. “Nunca le engañé”, asegura, “a pesar de que oportunidades no me faltaron”. Sostiene incluso que una cordobesa trató de seducirle en el aseo de caballeros para llevárselo a trabajar a “la gasolinera de su padre”. Pero Dolores sigue llevando el anillo que le regaló Roberto. El trío lo completaba Ricardo, un bailaor. “Tocábamos media hora y después, un trío de rancheras nos sustituía” otros treinta minutos. Se alternaban así toda la noche. Todas las noches. Y a las seis, “casi sin dormir, a la furgoneta”.

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Roberto, con una foto de su época de guitarrista.

Fue en aquel local del gigante turístico donde la vida pasó por encima de Roberto. Pero no lo supo hasta mucho después. “Cuando me jubilé, me dijeron que el dueño del tablao solo me había cotizado diez años de trabajo, y solo por dos horas diarias”, se queja. Su jefe se forró con los negocios, la especulación y la carencia de escrúpulos. “Vendió un terreno donde ahora está Terra Mítica”, asevera, “le dieron trescientos millones de pesetas (1,8 millones de euros)”. A él solamente le quedó la juguetería y una pensión mínima “porque estoy fatal de salud”, dice. “Me operaron de cinco hernias discales”, rememora, “llevo cuatro tornillos y dos chapas en el cuerpo”. Horas de quirófano, meses de convalecencia. Doce pastillas diarias de por vida. Y dolor. Todo el dolor. “Tengo unos dolores que contesto cada vez que me llaman”, comenta, con su particular discurso.

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Roberto toca en la puerta de su juguetería.

Roberto vuelve a sus cosas. A dejar que el tiempo se decida a marcar la hora de comer. A arreglar y limpiar un caos de juguetes a los que pone nombre y que hace cuarenta años ya nacieron pasados de moda. A su pequeño banco de carpintero. A tocar de vez en cuando una rumba con su guitarra desafinada. A esperar que alguien se atreva a aceptar la invitación del letrero recién colocado que da la bienvenida al cliente. “No vendo nada”, insiste. “Aunque yo lo que quisiera es que alguien me lo comprara todo”, para poder reposar sus huesos de ochenta años. “¿Usted tiene hijos?”, pregunta, “¿no? Ni falta que hace. No nos queremos dar cuenta, pero la vida está muy mal, es muy dura”, resume. No nos queremos dar cuenta.

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4 pensamientos sobre “La vida no sabe jugar

  1. Buff! No puedo hablar, y casi ni escribir. Ya me emocioné mientras me lo contabas, y ya sabía entonces lo que me pasaría al leerlo. Buff!.

    • Me impactó mucho encontrar algo así. Me alegro de haberlo sabido transmitir. Gracias por tu emoción.

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