La voz que nos hizo crecer

Hubo un tiempo en que el sol salía por Marilyn Monroe y se ponía por Ava Gardner. Norma Jean era la calidez del útero materno, el último gol de tu equipo y la primera vez que veías el mar. La adolescencia frenaba durante unos instantes en las bragas de La tentación vive arriba. Los guiños y susurros de la protagonista de Con faldas y a lo loco marcaban el inicio de la primavera. Pero nos hacíamos mayores con Rita Hayworth, con Gloria Grahame. Pasábamos de la diosa a la mujer, de la Venus de Willendorf y sus pechos lactantes a la de Botticelli y su blanca tersura. Las preguntas dejaban paso a las dudas. Sin acabar de entenderlo, sabías que el origen de la Humanidad, la inexistencia de Dios y la presencia de la Muerte habitaban en el pelo negro, la mirada turbia y la sonrisa enrevesada de Ava Gardner.

Lauren Bacall

La vida consistía en conseguir que Lauren Bacall te ofreciera fuego.

Pero este cambio tenía un detonante. La antorcha que guiaba el camino, la sirena de piernas largas que había encajado toda la sal del océano en la mirada y que nos esperaba al otro lado del desfiladero de la niñez. Era Lauren Bacall. Quien no ha escuchado su voz no sabe lo que es respirar. Decía buenos días y rasgaba los cielos, separaba las aguas y encendía las zarzas. Decía adiós y zarpaba el Titanic al encuentro del iceberg. Y solo le decía te quiero a Bogart, sin cámaras, en la intimidad, antes del penúltimo whisky o después de liderar una manifestación contra la Caza de Brujas. Pero no se limitaba a hablar. Con ella aprendimos que las chicas no nos esperaban tejiendo su dote. Jugaban con cartas marcadas, acariciaban el gatillo antes de disparar, se rascaban la rodilla en público y, sobre todo, llevaban en el bolso las cerillas con las que encendían un cigarrillo sin filtro que prensaban mejor que tú. La vida consistía en lograr que Lauren Bacall te ofreciera fuego. Por eso tardábamos tanto en descubrir que era rubia.

Lauren Bacall salvaba al héroe y lo destruía, en función de lo que dijera un guion que siempre estaba bien escrito. Sin superpoderes. Sin remilgos. Ella, Ava, Katherine Hepburn, Bette Davis, Barbara Stanwyck. Eran el examen de fin de carrera, la primera letra del piso, un campo minado de decisiones incorrectas. El primer neón de la madurez que nos alertaba de que jamás volveríamos a comer a mesa y mantel. Los enigmas del nuevo mapa de carreteras con el que aprendíamos a conducir. La certeza de que la vida no era fácil, pero podía llegar a ser apasionante.

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