Marianne Faithfull ha decidido este mes firmar el certificado de muerte de Jim Morrison. Fue su novio de entonces, Jean de Breteuil, quien pasó una dosis extremadamente pura de heroína al cantante de The Doors. Morrison pensó que era cocaína, la esnifó y acabó en la bañera de un hotel de París. Era el 3 de julio de 1971. La cantante y actriz británica lo cuenta en el último ejemplar de la revista Mojo. Y, para los seguidores no ya de la banda californiana, sino del rock de los 60 en general, es una bomba. Sin embargo, los editores del magacín musical inglés apenas dan a la noticia un pequeño título en portada. Lo cual dice bastante de la importancia de las declaraciones. Y luego, en El País, Diego Manrique zancadillea la exclusiva, ya que la sombra de De Breteuil siempre ha planeado sobre el último verso existencial de Morrison. No hay nada nuevo. La confesión no aporta más que el eco de las redes sociales. En voz muy alta y entre el silencio de agosto. Y con el lanzamiento del último disco de Marianne Faithfull a la vuelta del verano.
En cierta medida, el periodismo consiste en lustrar la nada o en lijar lo que brilla demasiado. Pero en este caso, nada de lo que puedan decir Faithfull o Manrique sonará a punto final. El creador de When the music’s over, Light my fire o The End, entre muchas otras canciones, es una leyenda. El rey lagarto, un predicador americano con buena planta, un poeta con buena voz, uno de los principales reclamos del cementerio parisino de Père-Lachaise. Y la ficción es mucho más poderosa que la realidad. El mito nutre las sombras y las mueve como en un zootropo. Nadie quiere archivar la muerte de Morrison, entregar las llaves de su ataúd a los hechos contrastados. Pasa con Marilyn Monroe, con JFK. Los fans siguen buscando entre el gentío a Elvis o a Michael Jackson. En parte, porque su influjo fue tan poderoso que ya en vida dejaron de ser reales. Pero también, porque nos desespera desconocer cómo acabaremos nosotros. La imaginación y las conspiranoias nos generan la ilusión de manejar el timón, de gobernar, al menos, el naufragio de los demás. De ser el Schettino que huye del hundimiento de su crucero. De escapar por un momento del arrecife en el que encallaremos sin saber cómo hemos llegado hasta la costa.
La única vía posible para escapar de la realidad es la ficción. Si nos gusta lo que vemos, en el fondo, es porque no nos importa tanto. Por eso volvemos a ver una y otra vez la misma película, a ser posible con final feliz. Por eso soñamos cuando nadie nos ve. Por eso se les manda cartas de amor a los psicópatas encarcelados. Mientras la historia que sea siga abierta, podremos alargar el relato. Un relato. En cuanto llegue el desfile de evidencias, de pruebas y datos, habremos dado un paso más hacia nuestro último capítulo.