Lejos de Macondo

Leí una vez Cien años de soledad y no me gustó. Le di una segunda oportunidad y en Macondo volví a sentirme como en la Bolsa, entre un tumulto de gente repetida cuyas acciones no me generaban el menor interés. Nunca he vuelto. Y no fue una decisión sencilla, ya que en aquellos tiempos universitarios no eras nadie si negabas tres veces o más a Gabriel García Márquez, como cantaba alguien que no sé si me dejará citarlo. Era más fácil conseguir sangre menstrual de una virgen para ritos satánicos que ligar sin tener en la frente el sello de Gabo.

Afortunadamente, caí en un brazo armado de la Resistencia en el que no era difícil encontrar salvoconductos para Comala o Santa María. O para Cortázar, más que un escritor, un territorio imaginario en sí mismo. Todo lo que no aprendí en el colegio me lo ubicaron unos autores que se unieron a Salgari, Hammett o Carroll, entre otras lecturas nodrizas. Después, el mapa de mis vidas se fue ensanchando hacia Costaguana, Dublín, San Petersburgo, Gotham City o la Ruta 66. El mal ya estaba hecho. Macondo quedaba demasiado lejos de Elsinor.

Gabo, al margen

Nunca supe coincidir con Gabo.

Ahora, la muerte de Gabo sigue pillándome en mi eterna huida lejos del realismo mágico. Me gustaría seguir aguijonado por la imberbe punzada de la iconoclastia, pero ya no se trata de eso. Simplemente, no me emociona. Una sola frase de Carver me cautiva más que todos los Aurelianos Buendía juntos. Pero aunque no me atrape ninguna de las ficciones de García Márquez, si sé reconocerle su imperio sobre la lengua castellana y su poderío narrativo. Además, cuando después de unos cuantos tumbos acabé en la redacción de un periódico con cara de despiste, me alegró descubrir que Gabo odiaba las grabadoras tanto como yo. Y siempre reconforta descubrir que no eres el único que conduce en sentido contrario.

Pero, sobre todo, admiro la capacidad de Gabo para crear asombros en las mentes aún sin desbrozar. Probablemente, cualquiera de sus títulos ha hecho más por las facultades hispanas de Letras que ningún otro. Sus seguidores sueñan en Macondo, viven en Macondo. Y en todas sus localizaciones. Y, aún más, son capaces de transmitir su pasión y cosérsela al pecho como un escudo deportivo. Algo que electriza la lectura y la mantiene viva. Y eso no hay Isabel Allende que lo malogre.

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