Moción de censura. La película

Hay una gran película dentro de lo que ha sucedido estos días en el Congreso de los Diputados. Al menos, una secuencia sublime. Un presidente afronta lo que parecen ser sus últimas horas en el cargo. El espectador aún no lo sabe, pero el personaje sí, porque él mismo, o alguien muy próximo a él, ha hablado por teléfono con el partido que tiene la clave de la votación. Y conoce el desenlace. Habla para todos, salvo para sí mismo. Termina. Recoge los folios con cierto temblor nervioso. Mira hacia su escaño, vacío, como quien abandona el hogar después de un divorcio. Baja del estrado, recorre el pasillo mientras los suyos le vitorean. Saluda, con esa media sonrisa que nunca ha dejado de ser una mueca, ni en sus horas más felices. Se va. La cámara se queda en plano medio, con el encuadre fijo en el escaño vacío y el pasillo por el que el protagonista desaparece. Tres, cuatro, diez segundos de plano inmóvil, solo sacudido por el griterío del hemiciclo. De repente, la vicepresidenta, que ocupa el escaño contiguo al del personaje ausente, abre el bolso. Rebusca. Saca algo que no importa. Y deja el bolso en el lugar al que el presidente saliente no volverá. Fundido en negro. Fin.Moción

Hay un personaje fascinante en la película de la moción de censura. Y no son los vencedores. Tampoco el secundario que trata de robar plano desde su cúspide en los sondeos y que, sin embargo, es incapaz de despertar la empatía del público por su afán de protagonismo. El eje argumental debe centrarse en el perdedor, al que el fracaso le ha llegado de golpe, como la presbicia, como la primera cana. En una secuencia anterior a la escena final, habla con el representante del partido que tiene la clave de la votación. Recibe la bofetada del fracaso como quien recibe una notificación del banco, la muerte de un ser querido o el suspenso del hijo en quien había depositado todas sus esperanzas. Lo interesante es que, probablemente, nunca lo vio venir. Confiaba en que la inacción llevaba implícita la resolución de todos los problemas. Plano corto, en el que se le ve colgar el teléfono. Su gesto cambia, apenas perceptiblemente. La cámara abre el plano poco a poco para encuadrarle junto al teléfono, sentado en su despacho, con mucho aire a su espalda y el filo del visor a tres centímetros de su cara. Mirada perdida, cabeza gacha. Todo está perdido, ha agotado el futuro que le esperaba.

Hay una coda final, después de los créditos, para los espectadores que han tenido la paciencia de aguantar hasta el final. Una reunión en un bar. El protagonista, sentado en una mesa junto a unos cuantos de los miembros de su equipo más próximo, huye de la hecatombe. La cámara sigue a un camarero, que reemplaza las bebidas y recoge los vasos vacíos. El plano no cambia mientras desaparece el camarero. Frente a la mesa hay un televisor de plasma, símbolo del mandato del protagonista, en el que se emite el desenlace del turno de intervenciones. Contraplano. Todos los acompañantes del protagonista, sin excepción, tienen el móvil en la mano. La mayoría de ellos habla con un interlocutor, en voz baja y cubriéndose la boca con la mano. Otros consultan las redes sociales. El único que sigue la emisión es el personaje principal, derrotado. Sigue con la mirada perdida, trata de desentrañar lo sucedido. Primerísimo primer plano. En sus gafas se refleja la pantalla, donde en ese momento la cámara enfoca su escaño, ocupado por el bolso de su vicepresidenta.

Negro.

Luces.

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