Esta semana, el periodismo ha vuelto a sufrir un terremoto con epicentro en las ediciones locales de El Mundo, como ya ocurriera hace unos meses con las de El País o el ABC. Un número considerable de despidos trata de apuntalar los cascotes de un negocio que se viene abajo mientras los empresarios que lo dirigen con mando a distancia delegan en directores jóvenes que aún no han decidido si es más rentable el carbón o la máquina de vapor. Las consecuencias son visibles. Los profesionales de más renombre se hacinan en redacciones centralizadas tratando de dar respuesta a un mundo cada vez más descentralizado. Y la calle, la gente, las paredes que hablan, se vacían poco a poco entre un hedor de basuras y pantallas de móvil.
Desde hace años que anda el periodismo silbando el Thriller de Michael Jackson sin saber por qué. Y no se dará cuenta hasta que mire alrededor y perciba que todos están muertos y bailando al son que les tocan. Han confundido los titulares con balances de cuentas y no hay nadie que les haga escuchar que el periodismo no se hace con dinero, sino con tiempo. No es nada nuevo. Richard Brooks ya le escribió el mismo monólogo a Bogart en El cuarto poder, hace más de sesenta años. Tiempo para buscar, para encontrar, para escuchar, para contrastar, para contar, para ilustrar, para corregir y para publicar. Tiempo para leer. Tiempo para poder competir contra la prisa. Tiempo para poder llenar los huecos que deja la carrera por llegar antes a una historia llena de huecos. Y en el periodismo, el tiempo se traduce por redacciones bien pobladas de profesionales con más oídos que firma.
El periodismo boqueará mientras siga alimentando a quienes no leen periódicos ni escuchan radios ni siguen la actualidad por televisión, sino que creen que la vida se condensa en 140 caracteres. Frente a la urgencia de internet y las redes sociales, los que ya bucean entre noticias y sus herederos, que los habrá, necesitan que alguien dinamite la pirámide invertida y fisione el primer (y único) párrafo. Necesitan volver a la narrativa, a los datos y los hechos bien argumentados y sin incorrecciones gramaticales. Algo que no se consigue apartando a los periodistas de la calle, ni arrancando la confianza a los empleados para entregarla en una bandeja de plata a los anunciantes, ni bailando un vals con las instituciones a la luz de la luna, ni tratando de pagar el esfuerzo con cheques de comida. Para hacer periodismo no hacen falta magos, humoristas ni vedettes, sino gente que sepa contar historias.