Ruido

Nadie es capaz de imaginar cómo suena una ciudad cuando no tiene que sonar. La incómoda fractura del silencio de la noche, cuando no debería existir más que el tonelaje del calor que se mantiene despierto como un niño enrabietado y un ruido inesperado te obliga a reacomodarte en el sofá, como quien mulle la almohada para encontrar la postura idónea para dormir frente al ventilador en pleno insomnio de agosto. Empieza lejos, con el eco de una alarma en el barrio de al lado, de un cine de verano junto al apartamento. Coincide con un parón en el tráfico, con el enmudecimiento de los televisores de ventana abierta de las tres de la madrugada pasadas, con la frenética actualización de las noticias en una noche salvaje y muda de estupor. Poco a poco se acerca, reconoces un llanto, el sonido cavernícola que hermana el desconsuelo y el maullido del gato.

NocheEs entonces cuando la noche agita su batuta y estallan los violines. Primero un grito encerrado en una burbuja de saliva. Después, el hipo que contrae los hombros. Y, finalmente, la cascada descontrolada de lágrimas y rabia. Aguas bravas. Los gritos rompen la noche, rompen el tiempo, rompen el ritmo con el que tratabas de atemperar la corriente sanguínea hasta obligarte a cerrar los ojos. Una muchacha aúlla, se vacía, se desgarra y acaba vomitando por el balcón, como quien desparrama los dos últimos sorbos de whisky de un vaso de tubo, cuando el hielo ya se ha disuelto. Tose, restriega los labios con el antebrazo, gime, grita y, sin embargo, es capaz de mantener una conversación en el idioma del dolor, que es el mismo para todos, aunque no sepas traducir lo que está diciendo. Discute por teléfono con esa templanza que da la cólera cuando una simple palabra ha arrancado el suelo bajo tus pies. Habla y aúlla. Alternativamente. Y en plena madrugada, sabe que solo existen ella y la persona que está al otro lado de la conexión.

La noche nunca es silenciosa aunque se lo proponga. La muchacha continúa despellejándose con la tierna sensación de desamparo que dan las cosas que no tienen arreglo. Y, de repente, suena el camión de la basura con su sinfonía de metales desordenados. El chirrido de los frenos, la mecánica de los bultos que caen en el vacío, el espasmo de los motores que vuelven a arrancar. Progresivamente, se apaga el lamento, tiritan los muelles del colchón en el que se acuesta, hecha un ovillo, mientras avanza el furgón del baldeo de agua, que arranca con estrépito hasta el vómito bajo el balcón y desaparece con su desesperante cadencia. De repente, la vida enmudece. Son las cuatro de la madrugada, pasadas.

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