Me llega la noticia de una nueva subasta del piano de Casablanca. El de Sam, el del Rick’s Café, el que sirve tanto para encofrar la nostalgia de Ilsa como para ocultar los salvoconductos firmados por De Gaulle. El piano que escupe As time goes by sobre la cara de Bogart. El que profanan los nazis con sus cánticos. El que marca el camino de todos los fugitivos que miran el cielo con envidia, a la gente con recelo, al Mayor Strasse con pavor. El piano que no registró el capitán Renault porque no olía a dinero.
Ya he vivido unas cuantas compraventas del teclado que en realidad nunca aporreó Dooley Wilson. Puede que porque no era el único que aparecía en la cinta de Michael Curtiz (sonaba otro en el flashback de París) y acaso lo confundo. Pero en manos de los subastadores deja de ser la voz de los exiliados que eligieron precisamente ese café entre todos los del mundo. En el escaparate pasa a ser un instrumento de madera, con una octava menos de lo habitual y cuerdas más cortas, con marcas de torpeza y arrugas de la edad. Con la sobretapa apañada como butrón para salvoconductos. Con su minutaje preciso para entender la magnitud de la leyenda. Un souvenir para cinéfilos ricos que ven en su pintura dorada con adornos verdes una oportunidad para hacer negocio con la nostalgia, que en este caso carga con el fósil de un chicle pegado bajo el teclado que no se toca. Quizá rozó los labios de Ingrid Bergman y eso siempre cotiza al alza en el parqué de la mitomanía. A 3,4 millones de dólares en su último traspaso, para ser exactos.
Entiendo la fascinación. Asumo el precio de los recuerdos. Defiendo donde sea que el cine es más real que la vida. Pero este mercadeo machacón del piano de Casablanca roza el sacrilegio. La película de la Warner late de generosidad, solidaridad, entrega. El personaje de Ivonne, la amiga despechada de Rick, es la libertad guiando al pueblo cuando se desgañita a los acordes de La Marsellesa que impone Victor Laszlo. Rick siempre se pone del lado del zorro pero nunca olvida tratar de entender el punto de vista del sabueso. Y Renault le recuerda que Hitler o Franco pagaban mucho mejor que la Resistencia o la República. Casablanca es el vestido azul de Ilsa, el piano de Sam, las réplicas perfectas, la secuencia de la despedida en el aeropuerto, el cinismo de Renault, la exótica vendedora de tabaco, la guerra al acecho, el recuerdo de París, la dureza de Bogart, la mezquindad de Ugarte y un mapa de los límites de la grandeza humana. Es el mejor final posible porque todos aplauden lo que nadie quiere ver.
Hasta Sam evita hasta el final la gran oferta de Ferrari para fichar por el Blue Parrot. Trapichear con el piano es todo lo opuesto a una historia en la que el dinero mancha. Igual yo no la entendí.