Una equilibrista en el desierto

Hay historias que se cuentan tantas veces que hasta llegan a parecer de otros. Como si aquel niño que vivía junto a las vías de la estación de ferrocarriles fuera un desconocido. Como si alguien más hubiera podido escuchar los rugidos del león cada vez que los vagones del circo acamparan bajo la ventana, de noche, cuando el crujido de un mueble puede convertirse en un estruendo mundial si se tiene la edad necesaria para dominar los hechizos. Las historias que suceden de noche parecen mucho más de otros que las que ocurren a plena luz del día. Y siempre había anochecido cuando los leones rugían de hambre o hastío desde los vagones que escondían barrotes de jaula y lechos de paja y fieras del mayor espectáculo del mundo, que no sabían sentir que el circo y las vías del tren evocaban la lejanía y la aventura entre desconocidos. Hay historias que merecen repetirse para que parezcan de todos. Como la del tren de las fieras que rugían toda la noche bajo la ventana de aquella casa junto a la estación, porque no sabían que pertenecían al universo de la aventura y la libertad.desierto

Hay historias de sueño leve que despiertan al menor ruido. Y la de los leones volvió esta semana, con el accidente de un camión de circo que transportaba elefantes. Las imágenes de los animales muertos o desperdigados por la autopista, heridos y desconcertados, desprendían una rotunda tristeza y recordaban a King Kong a los pies del Empire State, abatido por los disparos de los aviones. Seres arrancados de sus hogares salvajes y sometidos a un laberinto de cruces, pistas de aceleración y bocacalles, atormentados por un progreso al que no se quieren acostumbrar. Su dolor era como el de las personas, su desconcierto era como el de las personas, su angustia era como la de las personas. Su muerte era como la de las personas. Su hábitat no es el de las personas. Su cementerio, tampoco.

El circo es eterno porque llevamos dentro la risa, el vértigo y la magia. No hace falta más que un mago, un trapecista o un payaso para despojarnos de todo el tiempo que acumulamos cada día y volver a ser niños otra vez. O grecorromanos otra vez. O chinos de la época imperial otra vez. El circo nació la primera vez que un cromañón tropezó con una piedra, vadeó un río haciendo equilibrios o perdió una piedra de sílex entre las costuras de sus pieles. Y después, sus compañeros aprendieron a aplaudir. Quizá el oficio de domador comenzó también con un mamut, pero ha perdido su capacidad de adaptación, su sentido de la oportunidad, su conveniencia. La arena, las tres pistas, la red, los juegos de espejos y los golpes en la cabeza con martillos de goma nunca fallan. Pero ni las cebras saben cruzar una calle sin que les asalte la desorientación de quien está en un lugar que no le corresponde. Como un payaso en la sabana. Como una chistera en la jungla. Como una equilibrista en medio del desierto.

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