En 1895, para cuando los Lumière y Edison establecen que la batalla se dirime entre la ciencia y el mercantilismo, el cine ya estaba inventado. Nació casi con la Humanidad, de hecho. Siempre hace frío cerca del Cantábrico. Hace 14.000 años, también. Un cavernícola se refugia en una cueva. Las paredes y los techos reflejan que poco puede hacerse más que dibujar. Los dioses, alimentos o, simplemente, recuerdos del exterior aparecen amontonados, unos junto a otros, con el contorno tosco del tizón y el alma de ocre. Uno de los artistas dibuja un jabalí. Quieto. Pero así no son los jabalíes. Los animales se mueven. El verdadero inventor del cine pinta cuatro patas más. Consigue la sensación de movimiento. Una imagen en movimiento. Miles de años después, la cueva se llamará Altamira. La criatura acaba de nacer.
Sucesivamente, los chinos inventan las sombras que construyen historias. Los faraones egipcios encargan pinturas enormes y sucesivas que recreen el movimiento cuando se recorran a galope. Y en la Grecia clásica, un ciego se encarga de crear todos los argumentos del mundo. Se llama Homero y recita por las calles la aventura de un soldado llamado Ulises. El autor tiene las imágenes en la mente, lucha contra los cíclopes, se deja hechizar por Circe, se enfrenta a las sirenas y vuelve al hogar. Él ve mientras los demás le escuchan. Otro griego, Platón, también sabe que la verdadera existencia está en las imágenes de una caverna.
En el cuarto donde juegan las infantas de España nunca hace frío. Hasta el perro se relaja dormitando en el suelo. El pintor de la Corte, Diego Velázquez, retrata a la pequeña Margarita de Austria, rodeada de sus sirvientes. Las meninas. Mientras vierte la imagen en el lienzo, recibe la visita de los reyes. La infanta mira de reojo. La enana Mari Bárbola se gira. El perro levanta la cabeza. Un hombre se asoma a la estancia. Velázquez decide entonces trastocar el espacio y los tiempos para contar ese momento, para dirigir e interpretar su propia función, que probablemente cuente después, en el taller. El cuadro ya no es un cuadro. Es una imagen en movimiento, una historia en movimiento, pura vida y pura ficción. Acaba de inventar, sin saberlo, el cortometraje.
Para cuando llega 1895, los hermanos Louis y Auguste Lumière solo ponen la técnica. La inauguran documentando la salida de los obreros de su fábrica de Lyon. Tiempo después, abandonarán su máquina, a la que no le ven salida comercial. Quizá no merecerían el honor de haber inventado el cine, al que despreciaron. Salvo por un detalle. El 28 de diciembre de 1895, en un pequeño cuarto del sótano del Gran Café de París, exhiben por primera vez una de sus películas. Ya contaban con la fotografía. Ya disponían de una pantalla. Ya se había descubierto el principio de la persistencia retiniana. Solo quedaba el último elemento. Con la primera proyección, los hermanos Lumière inventaron el concepto de espectador. En un sótano. Casi una cueva. La criatura se había completado.
Películas (1895-1899)
- La salida de los obreros de la fábrica Lumière (Louis Lumière, 1895).
- El jardinero regado (Louis Lumière, 1895)
- La llegada del tren (Auguste y Louis Lumière, 1896)
- El beso (William Heise, 1896)
- Coucher de la mariée (Albert ‘Léar’ Kirchner, 1896)
- Vida de Cristo (Albert ‘Léar’ Kirchner, 1896)
- La partida de cartas (Georges Méliès, 1896)
- Salida de la misa de doce del Pilar de Zaragoza (Eduardo Jimeno, 1897)