El pasado miércoles, El País llevaba en portada una curiosa noticia firmada por Pilar Bonet. El activismo nacionalista ruso había conseguido evitar que el aeropuerto de Kaliningrado llevara el nombre de su hijo más ilustre, el filósofo Immanuel Kant. Lo más sorprendente del asunto era su ubicación en la primera página del periódico más leído de España. Porque prácticamente ninguno de los que andamos por aquí hemos leído a Kant. Porque prácticamente ninguno de los que andamos aquí sabemos situar Kaliningrado en un mapa. Y porque, las cosas claras, prácticamente ninguno de los que andamos por aquí hemos comprado un periódico en nuestras vidas. Y sin embargo, como escribiría Enric González.
El asunto es el siguiente. Kaliningrado es un enclave ruso situado entre Polonia y Lituania, a orillas del Mar Báltico. El Gobierno que dirige Vladimir Putin activó una consulta popular para dar nombre a 45 aeropuertos nacionales. Y en la base naval del Báltico, Kant ganaba por goleada. No dejemos pasar por alto que la ciudadanía estaba tomando el nombre de un pensador en consideración, aupándolo a la cabeza de la votación. Fin del inciso. El motivo principal, sin embargo, era que Kant nació allí, cuando la ciudad de Kaliningrado pertenecía a Prusia y se llamaba Königsberg. Un sorprendente giro de guion cambió el resultado de la consulta. Convirtió el proceso en una comedia de los Monty Python, o de José Luis Cuerda. Y llevó la noticia a la portada de El País. Porque había dejado de ser real para convertirse en otra cosa. Fascinante.
No gustó el liderato del autor de Crónica de la razón pura a los defensores del alma rusa. Comenzaron a llover pintadas y sabotajes en torno a la figura del filósofo. Y, finalmente, el jefe del Estado Mayor de la Armada del Báltico, Igor Mujametshin, arengó a sus tropas en uniforme y a la intemperie, condiciones que exaltan el espíritu castrense. Nada de Kant, un extranjero, paisano pero traidor. Nada de Kant, que solo sabía escribir libros incomprensibles que nadie ha leído. Nada de Kant, que no derramó su sangre por la patria como sí hizo el almirante Alexandr Vasilievski en plena Segunda Guerra Mundial. El voto de los marineros debía llevar galones navales. Se desconoce si posteriormente, Mujametshin usó ripios pareados para cimentar su alegato. Aquí mi fusil, aquí mi pistola.
Kant se quedó sin aeropuerto. Vasilievski, también. Al final ganó la emperatriz Isabel I de Rusia. Con ese carisma monárquico que jamás entenderán los republicanos. Pero sí cualquier personaje de Cuerda que haya leído a Faulkner. Con lo que es Faulkner para los almirantes rusos.