Rastros de otoño

Exprimir unas naranjas que todavía tienen el sabor de la fruta adolescente, embravecidas por un frío suave y paulatino que no ha conseguido más que reforzar su acidez y teñir el zumo de un tono amarillento, como de alarma atómica. Sentir el sabor punzante de la fruta que no ha tenido tiempo de azucararse y apurarlo hasta el final, hasta que no queda más que un rastro transparente y levemente espumoso. Enjuagar bien el vaso y la cuchara y el cuchillo y el exprimidor de dos piezas y el colador, con esa sensación de sentir por primera vez en demasiados meses el estremecimiento del agua caliente sobre la piel de las manos, que siempre es nuevo, siempre se vuelve a descubrir, siempre recorre todo el cuerpo en un solo temblor como un cofre del tesoro recién abierto, como la primera vez que se ve la nieve o el mar o la vía láctea a simple vista o la magnitud de las grandes montañas.

Asomarse a la ventana para resolver la incertidumbre del otoño debutante, con la luz dormida que se abre paso entre las nubes sin más calor que el que nace del suelo asfaltado y sin hojas que indiquen que ya hemos cruzado el verano. Sin el verde ni el pardo ni el naranja enfebrecido de un sendero de arboleda, solo con los tonos oscuros de las chaquetas que todavía guardan el olor sintético a salvia y lavanda de los percheros cerrados. Calibrar la temperatura del ambiente más con el entumecimiento de los cuerpos encogidos que con el pase de bufandas y abrigos que aún responden al aire despejado del amanecer, que va aparcando los fríos hacia Poniente. Resolver que aún no es época de castañas en los bolsillos salvo para los calendarios, obstinados en llevarnos la contraria por su desconocimiento absoluto del efecto invernadero.Sol de otoño

Girar la cabeza y encontrar un mínimo rayo de sol intermitente que golpea justo sobre la pata de una mesa, destejiendo los nudos de la alfombra con su brillo disolvente. Y celebrar la melancolía y el peso de las mantas y la oscuridad temprana y las ventanas cerradas y el abrazo de la lana sobre el cuello y las pistas aún vagas de un otoño que en la ciudad siempre está por confirmar, siempre bajo sospecha, siempre impune porque el verano tarda en dejar cadáver. Un otoño sin hojarasca de colores ni recolocación de estrellas ni sonidos de animales nocturnos. Con el único rastro visible del uranio de las naranjas y la tibieza temeraria de la luz que se ha colado por una rendija de la cortina.

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