El principal requisito de una red es su invisibilidad. Estar sin estar. Por eso, es casi imposible mirar una red sin caer en la trampa que hay al otro lado. Casi imposible no sentir vértigo en el trapecio. Ramón Pons, El Chiri (Pilar de la Horadada, 1934), es de los que saben frenar la mirada en la malla, milímetros antes de caer en la nada. No es difícil encontrarle a las puertas de su casa de Torrevieja, tejiendo redes de pesca con la precisión y la paciencia de quien ha encontrado un propósito en la vida. El suyo es ralentizar los relojes. También saludar a quien pasa. Y vestir el abismo con cuerdas y nudos. “Ahora estoy con una trampa para conejos”, explica. “Ves?, se ponen las trampas aquí, aquí y aquí, a seis mallas de altura, y después se cierra por aquí para que no puedan escapar”. No, no se ve tan fácilmente. Hay que saber mirar.
Para mirar a través de El Chiri también hay que detenerse una mañana y escuchar. Al otro lado de su pequeña complexión, sus manos recias, su marcado acento y su habitual sonrisa también hay un abismo atrapado en quien pasó más de sesenta años entre la mar y los fogones. “Tengo 82 años, nadie me cree, pero he vivido de todo, he vivido la guerra, lo he vivido todo”. Las necesidades de una España acribillada y hambrienta, por ejemplo, porque con diez años ya se enroló en un pesquero que perseguía bancos de sardinas. “Yo estaba allí para limpiar cajas y cosas así”. Allí endureció sus huesos de niño hasta que, con dieciséis años, le ofrecieron probar con “la pesca del bonito y la caballa, que se hacía a caña, uno a uno”. Tripuló en La Paula, patroneada por Francisco El Grillao. Recorrió toda la costa de Marruecos, hasta el Sidi Ifni, “que todavía era español”. El Chiri recita los principales puertos marroquíes en los que recalaba como si fueran los nombres de sus hijos: Larache, Kenitra, Tarfaya, incluso la mítica Casablanca, “que era donde se tenía que sacar el permiso de pesca”. Meses de travesía tras el rastro de la caballa y el atún.
Un par de años después, La Paula regresó al Mediterráneo español, donde faenó entre Torrevieja y las Baleares, “siempre con pescado azul”. Y buscando el rastro “a la vista, porque ahora, con todos los aparatos que hay en un barco, te lo marcan todo”. La Paula era el más grande de una flota de tres naves, por lo que “se encargaba del transporte de las cajas de pescado” hacia la costa. Llegaba a cargar “1.300 cajas de 40 kilos” y, en una ocasión, se quedó a mitad de camino a la deriva. “Como yo era el más pequeño”, cuenta El Chiri, “me enviaron a arreglarlo”. Y allí, en alta mar, sin más ayuda que unos herrajes y algo de cuerda, consiguió “enganchar la caña al timón”, un apaño que les permitió atracar en Torrevieja. Quizá fue la primera vez en que vio antes de ver.
Mirar a través de El Chiri también es sobrevivir a salto de mata, comerciar con el aire para poder respirar. Eran los años 50. Llegó su primera mujer, su primera hija y el servicio militar. En un buque de la Armada de Cartagena se pasó definitivamente a la cocina. España pasaba hambre y el mercado negro era prácticamente el único que existía. Tras discutir sobre la calidad de la carne con los mandos, El Chiri descubrió que los suboficiales “robaban el carbón” que se utilizaba en los fogones. “Para poder cocinar, muchas veces tuve que meterme en la carbonera, reunir pequeños pedazos de carbón, remojarlos en petróleo y amasarlos hasta que conseguía una cantidad suficiente” para poner las ollas a calentar.
Tras la mili, volvió a la mar. Se enroló en cargueros que cubrían el trayecto entre Barcelona y Palma de Mallorca. “Un cocinero me enseñó que podía sacar algo de dinero con el tabaco”, confiesa. “Cogía los cartones y me los pegaba a las piernas”, del tobillo a la cadera. Para que no se movieran, utilizaba unas mallas. Y, después, los escondía en un pantalón bien ancho. Entre putas, marineros y los pijoaparte de Marsé, en el Raval barcelonés El Chiri completaba un sueldo que se esfumaba apenas en unos días. Cambiaba de puerto, cambiaba de barco, cambiaba de escalas. Pero siempre entre pucheros, salitre y la yenka de las olas.
El Chiri habla, marca, saluda, cuenta mallas corta cuerdas a navaja y vuelve a explicar el funcionamiento de la trampa para conejos. Sigue sin ser fácil de ver. Lo normal es no distinguir más que su calle, que es larga y huele a sal. Todos lo conocen, de todos sabe historias. Los pata negra de Torrevieja, los recién llegados, los que se establecieron aquí cuando el pueblo de pescadores se convirtió en un escándalo de bikinis, un balneario para chanes [extranjeros] y uno de los principales reclamos del Un, dos, tres. Eran los años 60, en pleno desarrollismo. El Chiri decidió probar la quietud de tierra firme. Durante once años, estuvo al frente de la cocina del Hotel Masa. “Allí estuve haciendo el desayuno para los que construyeron la Torre de los Americanos”, una antena de control de tráfico marítimo situada en Guardamar cuyos 370 metros de altura la convierten en la estructura más alta del país, por encima de cualquier rascacielos. Los operarios de la Armada de Estados Unidos que la levantaron “desayunaban diez huevos fritos cada uno”, asegura El Chiri, entre carcajadas. Su sueldo ya estaba en “10.000 pesetas [60 euros] al mes”, pero la propietaria de un restaurante de la Colonia Sueca de Torrevieja le ofreció “3.000 pesetas más”. Y así, no solo adquirió “un terrenito”, sino que además comenzó una singladura por diferentes establecimientos como el Hotel Berlín, en los que dio de comer “a los famosos” que pasaban por Torrevieja, “cantantes, deportistas” y hasta los “toreros que venían a la plaza antes de que la derribaran”. Mirar a través de El Chiri también es descubrir una ciudad que ya no existe. Después, El Chiri cocinó durante cerca de veinte años en un instituto, el primero que hubo en la ciudad, dice. Y acabó en un pesquero de Xàbia donde se capturaba atún para un comerciante de Japón. Venta al peso. Por toneladas. “Cuando el pescado estaba ya en la red, aún en el agua, bajaban dos buzos, comprobaban su tamaño y así, casi a ojo, marcaban las toneladas que llevábamos”. Picaresca de exportación con destino a los restaurantes de sushi. Y hace diez años, con 72, se jubiló. Para tejer redes. Una vez en Ítaca, Ulises se decantó por imitar a Penélope.
Desde entonces, pasar por esa calle larga, en cuesta y con mar es mirar a El Chiri. Fijarse en su cubo azul, sus sedales, sus boyas y sus plomos. Al otro lado queda la ciudad que crece sin medida, con un trazado urbanístico insensato, una luz que atrae a los chanes, excelentes playas de roca, los relojes ralentizados, unas salinas donde se pone el sol de agosto y un pasado inmediato que también supo ver negocios privados donde no había más que dinero público. Como la inversión en el pailebote Pascual Flores, propuesto como buque escuela, carcomido por el tiempo y la sal, reconstruido con vías de agua y olvidado tras una inversión de seis millones de euros. “También fui el cocinero del Pascual Flores, el que desguazaron”, ríe El Chiri, a milímetros del abismo.