Las ondas y el saxo de Johnny

Y cómo eludir el expolio, la danza de gusanos hambrientos que se retuercen y alimentan entre los restos caducos de una ciudad que son todas las ciudades (pero entonces las ondas gravitacionales, que asoman una mano por el elevalunas eléctrico de un monstruo de la tecnología) y que al mismo tiempo no es más que un límite pequeño de ciudad pequeña (en la inmensidad del espacio, que se va extendiendo como un mantel de boda entre la tarantela de las estrellas) que está corroída por un bungaló frente al mar y un vale sin caducidad por los teñidos rubios de la esposa del corrupto, que alardeaba de contar billetes mientras su jefa alardeaba de no saber que contaba billetes (y me veo diminuto y solo entiendo que Einstein las predijo hace un siglo, porque el océano es inabarcable hasta que llega a la orilla pero sí sé contar cien gotas de agua) y acaban todos enredados en la elástica y pegajosa telaraña de los papeles ocultos y los colegios por construir.

OndasPero también en una ciudad que es como todas las ciudades y que al mismo tiempo no es más que un límite más grande de ciudad más grande aparece el retablo de los uniformes, las computadoras perdidas como papeles traspapelados y los membretes azules que dan sentido a todo el quilombo (pero las ondas, que leo y releo y no consigo saber si me afectarán como la gravedad lunar porque no poseo más que cinco sentidos y me falta el de la predicción científica, que no creo que sea el sexto porque quiero creer que el sexto es el de la intuición y la ficción y que estaba también en la Caja de Pandora justo encima de la Esperanza), mientras en otra esquina de los límites de ciudad grande las calles pagan su cuota de fosas repletas y los títeres ponen en peligro un estado que ya no está en ese peligro, sino en el de la danza de gusanos hambrientos y también en el de la falta de ánimo para perder en los debates para ganar en sociedad (y al final desisto de comprender que estoy revestido de una red de cuatro dimensiones y que las ondas afectan al espacio, pero también al tiempo, que ya se me escurría entre los dedos cuando solo servía para nutrir el reloj que me regalaron en la comunión, llegar puntual a la cita en la Estación o hacer la digestión antes del baño de cada verano).

Aunque a mí lo que de verdad me atrae es un asesinato en un hotel de otra ciudad que es como todas las ciudades pero con libro de Joyce y por tanto sin límites, durante la presentación de un combate de boxeo, y, sí, el boxeo, claro, que parece estar conectado a una mafia que es como la otra pero lo parece mucho más (y dicen, como para explicarse, que el hallazgo merece el Nobel de Física, porque es la única manera de que los que no sabemos volar tengamos los pies atados a la tierra y de que los que no saben contar tengan las manos atadas al teclado) porque es más de película, porque en las películas todo parece más real y porque el boxeo, claro (hasta que aparece Javier Sampedro en El País y dice que ni caso y reconoce que la ciencia no tiene ni idea todavía de para qué sirven las ondas gravitacionales ni de las posibles aplicaciones que conoceremos de aquí a otro siglo, dos siglos después de que Einstein las intuyera, y entonces sí, entonces eureka, entonces comme il faut, entonces suena el saxo de Johnny en El perseguidor de Cortázar y comprendo que esto lo toqué mañana, que el tiempo ya no sirve para hacer la digestión, que puede que Einstein no fuera más que una turbulencia en el espacio tiempo y que quizá las ondas gravitacionales no son más que ese cosquilleo que nos rascamos en la cabeza cada mañana al despertar).

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