De menú, ramen y silencio. Esta semana, varios medios han recogido la llegada a Nueva York del primer restaurante que la cadena japonesa Ichiran ha abierto en Occidente. Su propuesta es sencilla. El único requisito que se pide es ir a comer solo. En compartimentos aislados como los de un locutorio. Sin contacto visual con los camareros. Sin televisión, sin hilo musical, sin móviles. Entrar, marcar el pedido en una hoja, esperar a que unas manos anónimas sirvan el bol de sopa de fideos y cerdo a través de una pequeña abertura y degustar. Sin vistas. Sin comentarios. El sabor, los aromas y los sorbos como únicos estímulos sensoriales. Una idea que ha triunfado en Japón y Hong Kong, donde la cadena cuenta con 60 puntos de venta abiertos las 24 horas del día.
La reacción española en las redes sociales ha sido de estupor y tristeza, en general. En el país en que los restaurantes son la guarida atávica de la manada, no se concibe la idea de comer de uno en uno. Sentarse a solas en un restaurante implica un viaje de negocios, un recurso de última hora, el estigma más visible del perdedor social. Un síntoma incurable de la soledad, que sigue siendo uno de los tabúes infranqueables de la vida moderna. Nos aterra, nos condena y nos señala. Es una pesadilla que se expande como una nube tóxica y negra. Creemos vivir en un cuadro de Hopper, pero no es cierto. Jamás hemos estado tan lejos de la soledad. Nunca antes en la historia hemos estamos tan incapacitados para ella.
La soledad de nuestros días es un aislamiento momentáneo, un mal viaje de corto recorrido, una ceguera transitoria. No es que no queramos estar solos, es que no podemos estar solos. Ni siquiera en los hábitos que exigen mayor ensimismamiento. Vemos la televisión con el móvil en la mano, compramos las entradas de cine de dos en dos, contamos en las redes en qué página nos encontramos del libro que estamos leyendo. Hablamos con nuestra madre mientras guardamos cola en Hacienda. Podemos incluso hablar con nuestra madre mientras guardamos cola en Hacienda aunque viva a diez mil kilómetros de distancia, siempre que disfrutemos de una buena conexión de wifi. Hasta para masturbarnos pedimos a nuestras parejas que nos envíen una foto, como si tuviéramos castrada la imaginación. Como si no bastara cerrar los ojos para follar con cualquiera. Nos han extirpado la capacidad de disfrutar de la soledad. Aunque solo sea un momento. Mientras nos abstraemos con un buen libro en el vagón del silencio. Mientras miramos por la ventana en un hotel que veta la entrada a niños. Mientras nos enfrentamos a un plato de sopa de fideos con cerdo. A solas. Con los relojes en pausa y sin tictac.