El martes perdemos todos. Se celebran las elecciones a la Presidencia de los Estados Unidos y perdemos todos. Los demócratas, los republicanos, los ciudadanos y los que no lo somos. Se convertirán en las primeras elecciones en las que gane un perdedor, en las que el resultado dependerá del candidato que más votos rescate del sumidero. La derecha se ha espantado al ver la deriva de su partido en manos de Donald Trump. La izquierda –la izquierda norteamericana, se entiende- recela al ver que Hillary Clinton no ha hecho más que mantener un rumbo que nació antes incluso que ella. Y de fronteras afuera, perdemos mucho con Trump, perdemos mucho con Clinton. Y, sobre todo, perdemos mucho sin Barack Obama.
Hace ocho años, el mundo merodeaba por la noche de George Bush. Con el orgullo nacional hecho un amasijo de hierros, escombros y polvo tras el 11S, EEUU reaccionó con la rabia y el descontrol de un rabo cortado de lagartija. Con el espasmo de una manguera suelta que escupía el fuego de la vendetta imperial. Los americanos agacharon la cabeza por el dolor y la sorpresa y Bush perdió la vista de lo que sucedía más allá de sus zapatos. El mapamundi se convirtió en un papel de lija. La guerra, la mentira y la venganza salieron a pasear y relincharon todos los caballos. Nadie supo detener la estampida, ni los aliados ni los enemigos. Nadie quiso frenar la reacción de un país atacado y demasiado poderoso. Era la historia del planeta, mil veces repetida. La avalancha de Jerjes, la de Roma, la de cualquier imperio camino del crepúsculo con solo un orgullo lleno de cicatrices en la mochila.
Entonces llegó Obama, un desconocido que se jugó el Despacho Oval a los dados con Clinton. El primer negro contra la primera mujer. Y ganó. Con un envoltorio que dominaba los nuevos tiempos de las redes sociales, sí. Con una montonera de valoraciones positivas en un mundo que se rige por la tiranía de Facebook, sí. Pero también, con un discurso que daba cuerpo a la frivolidad. Que adaptaba al siglo XXI discursos ya escuchados que sonaban distintos, como las reinterpretaciones de clásicos musicales en manos de nuevos dj. Y con esos samples, abría nuevas vías, como no sucedía desde que el planeta perdió su último territorio virgen. Era simpático, culto y dialogante. Y ganó. Luego acertó y fracasó, como todos. Fuera y dentro. Pero ha dejado la sensación de que el mapamundi ya no rasca tanto. De que no hay barreras para el consenso. De que hay nuevos caminos que quedarán abandonados después del martes, el día en que esperaremos acobardados el escrutinio que nos dejará una máquina del tiempo rota en un momento siempre anterior a Obama. El de Clinton, el de Trump. Gane quien gane, perderemos.