Bajemos, entonces, y una vez allí, confundamos su lengua, para que ya no se entiendan unos a otros. (Génesis, 11: 7)
Cuenta la Biblia que tras el Diluvio Universal, los hombres se expandieron por toda la tierra bajo una misma cultura y una misma lengua. Que encontraron un lugar en el que establecerse y que quisieron emular a Dios construyendo un edificio que llegara hasta el cielo, la Torre de Babel. Y que Dios castigó la arrogancia de los hombres con la confusión y la incomunicación, creando una miríada de lenguas que les obligó a dispersarse por todo el planeta. Con el paso de los siglos, el hombre supo sobreponerse a esta maldición gracias al imperio del latín, a las obras de William Shakespeare (sí, siempre Shakespeare) y a instituciones como la Escuela de Traductores de Toledo, donde mediante una insospechada tolerancia en pleno siglo XIII, reinterpretaron el caos como mezcla de culturas (cristiana, judía y musulmana) y apuntalaron el progreso de Occidente. La humanidad había superado al Satán de antes de Nietzsche, había derrotado a Dios, había demostrado que la mente podía aplastar el rencor y la omnipotencia.
El siglo XXI, sin embargo, lo vamos construyendo con los ladrillos de adobe y la argamasa de asfalto que dejaron atrás los arquitectos de Babel. Ahora son los términos los que se maceran en diferentes salsas, no las lenguas. Donde se lee religión aparece la definición de territorio. Quienes hablan de patria quieren decir negocio. Lo público se diluye en lo privado. Los que viajan en primera con maletines de piel se despistan en las aduanas. La letra A ha transmutado en la B. La política es dinero, la economía es dinero, el poder es dinero, el deporte es dinero y hasta la basura se subasta para dar dinero que huele mal. El periódico El Mundo publica un especial de 32 páginas sobre la Guinea Ecuatorial de Teodoro Obiang que rotula ingresos publicitarios donde antes titulaba dictadura y represión. Y el Gobierno argentino confunde a los prestamistas republicanos norteamericanos con las teresianas descalzas. Es el traje nuevo del emperador, son los molinos de Don Quijote. El nuevo siglo ya no es el Cambalache de Discépolo, sino un trampantojo de corbatas y replicantes que no saben que lo son.
Urge un aquelarre global de académicos, un blindaje de diccionarios, una revuelta de puntos sobre las íes. Porque la nueva Torre de Babel ya no es lingüística, sino orgánica y conceptual, como un disco de Pink Floyd, aunque suene por lo bajinis como un complot de porteras. Porque ya lo avisó Orwell en 1984. Y, sobre todo, porque la confusión la hemos generado nosotros, los seres humanos. Y somos mucho peores que Dios, ese ser terrible, envidioso, sanguinario y omnisciente que creamos a nuestra imagen y semejanza.