Merecemos la cárcel

Siete de la mañana. Por los grandes altavoces ubicados en cada pabellón suena un corno escocés a toda potencia. Además, un guardia recorre los pasillos arrastrando la porra por los barrotes sin ningún remilgo mientras silba entre dientes la Internacional. A Carlos no le queda más remedio que levantarse. Diez de la mañana. Tras el desayuno y el paseo, los presos vuelven a sus celdas. Carlos se encuentra con Ángel, que reparte libros y revistas con un carrito antes de trasladarse a la lavandería, donde se dedica a doblar las sábanas junto a un inocente mantero subsahariano. Dos de la tarde. Carlos se dirige a la sala de visitas, donde le espera su abogado. Tres celdas más allá de la suya, saluda a Pedro, que ayuda a cortar ajos y pelar cebollas a un grupo de sicilianos que tienen privilegio de cocina propia. El olor a salsa de tomate le despierta el hambre y así se lo cuenta al letrado. Después de la siesta, Carlos, Pedro y Ángel se dedican a pasear por el patio, a redactar sus memorias y a lanzar pelotas de béisbol contra la pared mientras buscan los puntos débiles en la compleja seguridad del trullo. Carlos también acostumbra a rellenar la Primitiva, por si acaso.

Rejas
La sociedad merece que los corruptos purguen sus delitos a la sombra.

Cualquier parecido con la realidad será pura cinefilia, pero hay que reconocer que hace unos años no se hubiera podido ni imaginar algo así. El ingreso entre rejas de relevantes cargos políticos y empresariales –lo del encarcelamiento de Jaume en el penal que inauguró mejora cualquier ficción- es el resultado de una metódica investigación policial y de una competente instrucción judicial. Pero también de una solemne y soberana torpeza por parte de los implicados. Se creían impunes y descuidaron sus conversaciones por el móvil, sus firmas en papel y sus correos electrónicos. Se creían más inteligentes que nadie, confiaban en que el poder los hacía invisibles, despreciaban a las masas a las que sonreían una vez cada cuatro años. Jamás escucharon las lecciones de la historia del crimen, por más veces que se cuente que Capone cayó por culpa de Hacienda. Se creían líderes y no eran más que delincuentes.

La costumbre tiene que prolongarse y arraigar para convertirse en tradición. Llegarán más casos que acarreen penas de prisión. Y ya no estamos ante encierros de alcaldes de medio pelo o simples advenedizos con más codicia que cabeza. La sociedad merece que la justicia alcance los peldaños más altos del escalafón. Que caigan banqueros, magnates, ministros, embajadores plenipotenciarios, yernos y virreyes. La sociedad merece que los corruptos purguen sus delitos a la sombra.

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