De repente, el pelo se le volvió lacio, como si hubiera sucumbido en un momento a la ley de la gravedad. También le cayeron los hombros y pareció como si no pudiera levantar los pies del suelo. Carla miró el hoyo nueve del minigolf como si lo hubieran puesto allí para humillarla. Era imposible que aquella bola no hubiera entrado. A pocos centímetros, en línea recta, en superficie llana. Miró a su hermana mayor, Malena, que la había sacado a pasear una tarde de principios de verano, a tomar un helado y pasear descalzas por la playa. Miró a su hermano pequeño, Enzo, que se tronchaba con Toño, el novio de Malena. Miró al infinito. Y desapareció. Se perdió en la frustración de no poder dominar un simple palo. Se perdió en una catacumba de cifras que la situaban a la cola de la puntuación, solo por delante de Enzo, eso faltaba. No, ni siquiera. La desconexión vino porque no iba en primer lugar. Pudo esperar a su siguiente turno. Trató de atender a las explicaciones de Toño, que sufría para indicarle cómo golpear bien la bola, sin más conocimientos de golf que la intuición, con más torpeza que aptitudes para aliviar el desánimo. Carla apuntó. Y falló. Estrelló el palo contra el suelo, se sentó en el suelo y lloró como lloran los niños cuando no encuentran salida al laberinto de su propia personalidad. Enrabietada, desconsolada, rota. Más niña que diez segundos antes, casi arrepentida de ser tan madura a veces. Escondió la cabeza entre las rodillas, dejó que su espalda se arqueara de espasmos. Y solo tras cinco minutos de charla con Malena supo aparentar que la competitividad no la iba a paralizar, que comprendía que aún era demasiado pequeña para entender que de cada victoria brotan mil derrotas nuevas. Y que tendría que aprender a convivir con ello. Aunque cuando le volvió a tocar su turno, se enjuagó una lágrima, levantó la cabeza y se compuso la falda con la determinación de quien no va a permitir que aquello pase otra vez.
Hans no podía dejar de correr de un lado a otro. Toda una juguetería a su alcance, llena de castillos en el aire, fieros dragones y polvo de hadas. Hasta el momento, era el mejor momento que había vivido en aquellas vacaciones en las que sus padres le habían llevado a otro país. Revoloteaba de estante en estante, deslumbrado, con sus ojos de cazador de tesoros y el mismo entusiasmo que mostró la primera vez que le hicieron mirar por un microscopio. Se sentía hechizado por esa condición de los juguetes, de los más sencillos a los de tecnología más intrincada, que los convierte en centelleantes descubrimientos y en ritos ancestrales al mismo tiempo. Por eso los niños no necesitan instrucciones para jugar. Hans eligió un muñeco articulado de una colección que ya había empezado allá en casa, donde reinan los modelos para armar y los balones de fútbol. El problema vino cuando sus padres le permitieron escoger algo más, ya que había sido muy aplicado en el colegio y se estaba portando muy bien durante el viaje. Pasó veinte minutos recorriendo la tienda de un lado a otro, con la cara cada vez más congestionada y enrojecida. A veces buscaba la aprobación de papá, a veces tiraba de la blusa de mamá para que le acompañara. Y de repente estalló, se vio incapaz de aguantar el llanto. Enfiló la puerta de la juguetería y salió corriendo hacia la esquina siguiente. Cuando volvió de la mano de su padre, aún desgarrado de dolor e impotencia, bastó una mirada para que su madre entendiera que, otra vez, se había sentido incapaz de elegir el premio que merecía. Y los tres bajaron hacia el mar, en busca de una cafetería con aire acondicionado.